domingo, 7 de diciembre de 2014

RÉQUIEM PARA LOS INFELICES: borrador (II)

Ahora mi hermano es pequeño. Cuando yo era pequeño, mi corazón era más grande que el suyo. Mi madre me tomaba entre sus brazos y me decía Mi amor, tú eres todos mis sufrimientos. Todos los niños del edificio me envidiaban, porque mi madre me amaba más que sus madres a ellos. Y si el mundo intentaba matarme, mi madre estaba junto a mí. Cuando nací, mi primer juguete fue un hacha. Con el hacha hice un bote de vela. Cuando muera, porque moriré, quiero que la vela de mi bote sea el rostro de mi madre. Mi mamá me llevará de la mano como la corriente conduce a un bote fatigado. Sólo así podré amar, mi amor, escúchame y perdona mis temores. Allá, cuando muera, el amor ya no será amor y nuestras penas dejarán de ser penas. Cuando mi hermano nació le di mi hacha; en las paredes de nuestra habitación aún hay cicatrices frescas. Tengo un hermano, lo sé, y él descarga toda la ira de su hacha contra mi cuello. Reviento, soy una manada de esquirlas, y me pierdo en el mundo. La soledad del mundo me abruma tanto que ya no quiero estar solo. Cuando sea grande, seré más grande que una ballena; entonces le diré a todo el mundo lo que pienso y el mundo me escuchará sólo a mí. Construiré una cabaña sobre la cabeza de una montaña, y mi cabaña tendrá un balcón enfermo, y desde ahí tocaré la negrura tibia de la noche. El hacha, allá lejos, perderá su filo o el filo del hacha será inútil, porque cerca de mi cabaña no habrá árboles ni estrellas. Todo el mundo será un cansancio tibio y escueto. Y si tengo que descender de mi montaña, bajaré montado en mi bote y olvidaré quién soy… Mi padre es un campo sin hierba, por eso necesita de mi madre. Ella es una lluvia incesante que nos ama. Mi padre es una estrella que no brilla, por eso en el cielo no hay estrellas. Cuando boyamos, cuando amamos, el resto del mundo nos envidia porque nos convertimos en una violencia inmortal. Mi madre, mi padre, mi hermano y yo somos una violencia que nunca muere porque nos amamos y Dios no es real. Si mi abuelo se acerca a nosotros y pide un poco de cariño, lo dejamos dormir cerca de nosotros. Y cuando duerme, lo miramos y decimos en voz alta que es un hombre viejo que no sabe amar. Por eso lo odio, mi amor, porque no sabe amar… Como los ogros que nos miran desde la penumbra. A veces aúllan, otras ladran, porque son ogros tímidos que aúllan y ladran como animales salvajes. Los animales salvajes no pueden amar. Una hoja, un rayo de niebla, la ira entera de mi corazón no causaría asombro en el corazón de un animal salvaje. Para mí, toda la ira de mi corazón es hermosa. También encuentro belleza en los rayos de niebla. Mi amor, me gustaría dormir junto a ti, junto a la niebla, y el temblor de tu cuerpo. Estar cerca de tu cuerpo me hace sentir como una bala enferma. Abro el grifo y me echo agua en la cara. No soy un Dios sudoroso a punto de ser sacrificado; cuando no estás cerca, en mi montaña no hay vida. Dax duerme en su cama. Mis padres duermen en su cama. Toda la noche del mundo cabe en nuestra habitación. Y desde aquí los miro dormir en sus camas. Cuando duerme, en el rostro de mi hermano se amontona una montaña de sueños. Mi madre busca con sus pies los pies de mi padre. Mi amor, hace tanto frío en esta habitación y tú no duermes junto a mí… En mi habitación dorada cabe toda la soledad de una montaña. Un ardor que sosiega mi ardor interno. Y en la distancia juego con la hija que nunca tuvimos, mi amor, en noches así juego en la distancia con la hija que nunca tuvimos. Juego en la distancia con mis amores, mi amor…
         Mi madre está cansada, por eso ronca cuando duerme. Ronca como la furia de una muralla que se derrumba. Madre, duerme tranquila, esta noche yo soy el vigía. Dejen todos a mi madre tranquila, déjenla vivir. Cuando mi madre está despierta, trajina de un lado a otro como un amor eterno. Mi pobre madre suda cuando camina, suda porque lleva en la espalda nuestro bote. Dax y yo soñamos porque mi madre nos ama y lleva nuestro bote en la espalda. Mi padre es una tumba dormida. Es una tumba que descansa junto a mi madre. Un tumba que sueña con tiempos enfermos. A mi padre sólo le importan sus sueños, por eso duerme como una tumba. Si fuera por mi padre, mi hermano y yo no tendríamos un bote… Mi amor, desde aquí los miro a todos y el corazón me duele. Estoy enfermo. Tampoco puedo dormir. Cuando miro los ojos dormidos de mi hermano, lo envidio. Soy un hermano que observa con envidia a su único hermano dormir. Mi madre es más grande que todas las ventanas y puertas del mundo. Cuando me condenen y lleven mi cuerpo al parterre, viviré mi condena en silencio. Mi madre llorará mi silencio. Cuando me hunda y me quemen y me sepulten, mi madre llorará mi silencio. Mi madre intentará agarrarme de la mano, pero el fuego habrá robado mi mano; no tengo manos porque el jardinero me odia… Entonces mi madre tomará el hacha de juguete y cruzará el continente entero. El mundo será un continente rojizo. Y los gritos de mi madre harán arder la tranquilidad del jardinero. Cuando esto pase, yo estaré junto a ti, mi amor, allá lejos en el balcón de mi montaña. En mi montaña no tendremos manos ni piernas. Mi hermano caminará con mis pies. Dax caminará solo porque estará solo. Soplará a la vela de nuestro bote él solo, porque la soledad es menos abrumadora que el ardor. Mi amor, cuando ese poeta viejo dijo que el amor era una vaso de tristeza, en su corazón no había ningún ardor. Nadie había quemado su corazón allá lejos en el parterre. Cuando el mundo habla, mi amor, lo hace porque en su corazón ya no hay sueños… Por eso el mundo tiembla.

lunes, 1 de diciembre de 2014

RÉQUIEM PARA LOS INFELICES: borrador (I)

La subo a un bote 
y prendo una vela
Ruy Burgos Lòvece


¡¡¡AYOTZINAPA!!!
¡¡¡AYOTZINAPA!!!
¡¡¡AYOTZINAPA!!!
¡¡¡AYOTZINAPA!!!
¡¡¡AYOTZINAPA!!!
¡¡¡AYOTZINAPA!!!
¡¡¡AYOTZINAPA!!!
¡¡¡AYOTZINAPA!!!
¡¡¡AYOTZINAPA!!!
¡¡¡AYOTZINAPA!!!
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¡¡¡AYOTZINAPA!!!
¡¡¡AYOTZINAPA!!!
¡¡¡AYOTZINAPA!!!


I

Mi nombre es Francisco y hoy he cumplido nueve años. Todo me abruma. Cuando cierro los ojos, hacia dentro me transformo en bruma. Y en mi interior sopla un aire frío. Cuando abro los ojos, me convierto en bruma que sopla hacia fuera. Me siento abrumado por el frío más gélido, por el cielo más azul, por los sonidos más sutiles, por los papalotes más lejanos, por el rostro más hermoso de mi madre. El rostro de mi madre siempre será hermoso. Y si fuera un rostro deformado, sería hermoso también, siempre. Los rostros, hermosos o deformados, oscuros o claros, siempre están en mi mente. Me irrito cada vez que miro un rostro, un papalote, una flor, a los humanos trabajando. Si dejo que la irritación crezca, me desespero hasta la bruma. No deberían haber rostros, ni papalotes, ni flores. Cuando tengo los ojos cerrados o abiertos, me exaspero: no hay suficiente aire para todos, mi corazón revienta, la pena taladra mi pecho.
          En otoño, los árboles tienen vida. En invierno, los árboles son como un puñado de versos. Los árboles dicen que los muertos comen trozos de ramas hasta la eternidad. El jardinero halló dos cuerpos viejos en su parterre. ¿Quién sabe lo que hacían ahí? Sólo los que pernoctan en el parterre saben si han sido dos o cuatrocientos cuerpos viejos. Sólo ellos saben. Puede tratarse de una plaga, y en los campos es mucho peor… Cuando está nublado, la lluvia descansa en el cielo. Y si hay pájaros cerca, van como la furia a sumergirse en las alturas.
          Estoy solo y esto me apena. Cuando tengo hambre, como trozos de ramas y se me pasa. Cuando me estoy ahogando, sumerjo mi rostro en un agujero y respiro. Mis párpados se llenan de agua. Respiro y se me pasa: el sentimiento de ahogo termina, es casi como si el ahogo no fuera real. Amo también la asfixia que habita en la distancia. Pero si tengo sed, basta con servir agua en un vaso y se me pasa. En el invierno, cuando tengo frío, me encierro en mí mismo y enciendo el candelabro más grande que encuentro. Luego salgo, comienzo a jugar con el gris, y ya no tengo frío. En el verano, cuando hace mucho calor, me desprendo de mi abrigo. Mi abrigo no me cubre el cuello y esto me hace sentir bien; entonces me bato en duelo con el mundo. El filo del mundo es como un sable. Filo. Después del duelo, bajo la luna, aún siento la presión del filo en la garganta. Me desprendo de mí mismo, brillo en silencio y entierro las piernas en la profundidad. Si me distraigo, todo mi cuerpo termina enterrado. Cuando esto ocurre, la fatiga es tan grande que no tengo fuerzas para jugar con el filo. No sé entonces qué hacer. Así que me acerco a los otros… Nos miramos, todos rígidos, como si buscáramos un brillo específico en nuestros ojos. Dejamos de desear el bien, cuando nos miramos. Y si ponemos un poco de atención, nos damos cuenta que mirar nos produce un terrible mal. Nada podemos hacer contra la soledad y la pena. Nadie puede ayudarnos. El hambre y la sed son las ramas secas que llenan nuestros ojos. La soledad y la pena siempre están ahí. Más que ensayar la calma, más que la demencia, más que el llanto, más que el hervor… El azul del cielo se arruga, los continentes se abisman: así descansamos en la vida, mi amor…
          Estoy solo. Me basta con cerrar los ojos para saber quién soy. Cuando una mirada ajena me observa, cierro los ojos. Existo cuando cierro los ojos: existo en la oscuridad y en la vida… Ahí está mi madre, mi padre, mi hermano Dax, Tessa, la insidia del recuerdo de Ana, mis amigos. La multitud. Pero ellos existen sólo cuando cierro los ojos. Cuando abro los ojos, siempre hay una persona ahí, pero no soy yo. Jamás yo. No podemos cuidar a los otros, porque nosotros somos los otros. Cuando hablo o cuando juego con los otros, sé muy bien que ellos están fuera de mí, sé que no es posible que ellos se sumerjan en mi interior y yo tampoco puedo asomarme adentro de ellos. Sé muy bien que si ellos miraran adentro de mí no serían capaces de comprender mi silencio. La soledad y la pena me castigarían si los otros observaran mi interior. A los otros no les interesa lo que ocurre en la tierra y en el agua, pero yo continúo transformándome cada vez que paso cerca de la oscuridad y de la vida. Todo el tiempo escucho. Escucho cuando un sonido ordinario golpea mi interior; escucho para poder salir de mi interior. Los otros, cuando esto ocurre, siempre están muy lejos. Los otros se hunden en las alturas como papalotes. Un papalote, allá en las alturas, en las alturas como en el horizonte, avanza a tientas como una mano tocando mi rostro. Pero los otros no pueden ver los papalotes. Y yo sufro, siempre. Y estoy aquí, siempre.
            Mi padre está loco y mi madre cree en Dios. (continuará…) 










sábado, 4 de octubre de 2014

RESEÑA de El DOCTOR HANEMANN, Stefan Chwin, Acantilado, Barcelona, 2005, p. 307.





















Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!
-ya saben, es de Vallejo...


Características físicas: envoltura plastificada, bella al tacto, frente color violeta, el resto del libro es de color negro. Muchos han tenido entre las manos un libro de Narrativa del Acantilado: amarillo mostaza en la parte superior de la portada; papel del bueno, denso, por eso el libro pesa como hielo que se derrite en la mano… Lo leí hace nueve años, cerca de Besòs Mar en Barcelona, en un piso compartido con la peruana Doña Charo y el hijo, también peruano, de la casera. Teníamos una habitación diminuta con ventana a la parte de atrás del edificio (a la derecha, no muy lejos, se vislumbra un trozo del Forum desde esa ventana). Recuerdo un ropero y una litera angosta: arriba dormía David, envuelto en ronquidos y un retazo de sábana porque aún hacía calor en septiembre de 2005. El doctor Hanemann fue un regalo de cumpleaños: Doña Charo preparó ravioles a la boloñesa, receta propia desde Perú, y David me obsequió el libro de Chwin con una dedicatoria escrita en una hoja de papel. Comimos y bebimos con alegría, cada uno lejos del lugar donde nació. Doña Charo se fue a trabajar en la tarde; tenía varios empleos y enviaba dinero a sus hijos, allá lejos en Lima, una ciudad que, en las crónicas de Doña Charo, adquiría una dimensión casi fantasmagórica. David y yo nos quedamos a trasegar la tarde, quizá salimos a caminar o a correr por la marina del Forum. Al día siguiente comencé a leer el libro de Chwin. Me recuerdo sentado en un silloncito cerca de la ventana de la salacomedor, alternando miradas entre el libro y la calle desfigurada por la ropa secando en la ventana. De la novela apenas conservo unas cuantas sombras: Gdansk durante los albores de la Segunda Guerra Mundial; el doctor Hanemann como catalizador de la transición del Gdansk polaco al Danzig alemán; un personaje femenino que remueve las moléculas internas de Hanemann; tristeza, amor interrumpido, un puerto desmenuzado a golpes de cañón. La lectura de El doctor Hanemann significó un punto de inflexión en mi vida. Fue en septiembre de 2005 cuando comprendí que no iba a regresar a vivir a México Llegamos a Barcelona (después de un efímero paso por París, donde David descubrió la noche europea y yo me dediqué a caminar por las calles donde había dormido/vivido en el pasado) tras una temporada en Tulum, Quintana Roo. Los dos comenzamos como garroteros. Conservo bellos recuerdos del Caribe mexicano: correr, dormir y nadar en la playa; trabajar de once pe eme a siete a eme; mirar durante horas el ventilador del techo del cuarto donde dormíamos... Queríamos ir a vivir a España o a Francia o a donde fuera que nos dejaran vivir en Europa. Por eso llegamos con una bolsa rellena de pulseras y collares y joyería de fantasía e intentamos convertirnos en vendedores ambulantes en París y Barcelona. Fue un fracaso benigno, de emprendedores sin una idea concreta de lo que buscaban. No logramos conseguir empleo en Barcelona, aunque quizás ni siquiera lo buscamos. Lo que más deseaba era un golpe mayor que tambaleara mi vida. Creo que David quería algo parecido. Caminamos mucho en Barcelona y comimos bien dentro de lo que cabe: mucho arroz y camarones en oferta, bebimos vino y viajamos en el metro muchas veces sin pagar: Besòs Mar, por el río, al que yo borraba el acento grave para leer sólo Besos Mar en el letrero de la estación del metro. No sé si David escribió en Barcelona, nunca lo vi hacerlo, pero yo evitaba la pluma y el papel, y me dedicaba a pensar, a idear una forma de golpear mi vida con fuerza. Una tarde el destino apareció. Tuvimos que ir a la estación Barcelona Nord a comprar un boleto de camión para que David fuera a París, desde donde iba a regresar a México-D.F. Fue una noticia triste... No quería quedarme solo allá en el continente ajeno. Quizás lo más lógico e inteligente hubiera sido regresar con David, pero había perdido ya varios semestres en la carrera en C.U. y el estudio la verdad no me interesaba. Buscaba el golpe, un dolor interno, una alegría dolorosa. Algo parecido al amor. Un golpe. Así que tomé una decisión precipitada: David compró su boleto a París; yo, a Praga... Recuerdo con abrumadora nitidez la noche que acompañé a David a la estación de autobuses: desde la espera entre maletas y familias ansiosas por partir hacia su destino, hasta el robo hábilmente perpetrado por dos muchachos marroquíes. David fue el primero en darse cuenta. Pasaron como sombras entre los racimos de maletas y con mano suave salieron cargados con sendos bultos. Nadie los alcanzó. Se ocultaron con rapidez. Recuerdo que le di a David una bolsa con tortas y fruta; también le di una carta en la que tal vez escribí algo sobre la juventud y la amistad, no sé. David abordó su autobús y jamás lo volví a ver... Esperé hasta que el armatoste de Linebús se puso en marcha y salió sigiloso por el Carrer de Napols. Afuera la noche brillaba a través de las farolas y hacía un poco de calor. Seguí el autobús unos cuantos metros agitando la mano: sin duda iba a extrañar al loco de David y sus vertiginosas ocurrencias. En la esquina con Carrer d’Ausiàs Marc vislumbré a la pareja de marroquíes repartiéndose el botín; dejaron las maletas medio vacías, no les importó la ropa, y echaron a andar cada uno en direcciones opuestas. Regresé caminando al piso de Besòs Mar (Besos Mar). Cené con doña Charo. Creo que nos lamentamos por la partida de David y luego hablamos sobre sus hijos en Lima, aún sin oferta de trabajo para ir a España. Ya tumbado en la litera, sin los ronquidos y los pedos de David, permanecí despierto escuchando en mis walkmans el casete con “Cigarette Ashes” de Etta James, como anticipación de mi próxima mudanza a Praga, donde iba a conocer a mi primer amor. Esto acudió a mi mente hoy mientras hojeaba El doctor Hanemann de Stefan Chwin. Tienes razón David: “Un buen día -en el que muchas veces no queremos ni memoria- nos recuerdan que hace tanto tiempo menos, nuestra madre encarnó un deseo; y los deseos, pienso, crecen con más deseos… Este regalo, en fin, es sólo un pequeño gesto de la estima y buenos deseos que te tengo. -David”. 



“Cigarette Ashes” de Etta James
   
            











domingo, 10 de agosto de 2014

El sentido del porvenir







Y hoy por fin la inmensidad fue el bien
-Spinetta






Durante los últimos meses he abandonado el cultivo de mi blog porque a mi vida han llegado presencias y posibilidades que aún no comprendo con la lucidez que me gustaría poseer. Y con las nuevas presencias también devienen, algunas veces, pérdidas irreparables y/o abandonos personales cuyas consecuencias no es posible mesurar de inmediato. Con frecuencia observo los trazos que mi voluntad ha impreso en el paisaje de mi vida reciente y la ambivalencia interna es la única línea constante. Asimismo, el porvenir se presenta como un enjambre de incertidumbre que, desde el sitio desde donde lo veo aproximarse, me produce retortijones que muchas veces me obligan a arrimarme al baño con el propósito de descargar la confusión, el miedo y la esperanza que inflaman mi aparato digestivo. Explico los ingredientes de mi catatónica diarrea:

CONFUSIÓN
Nunca he tenido respeto por los programas de escritura creativa. Mis motivos parten en su totalidad de mis prejuicios y mi necedad. Soy capaz de reconocer esto, pero un necio con prejuicios como yo puede ser como un muro que ni los fantasmas pueden atravesar. A pesar de esto, muy pronto comenzaré un MFA en escritura creativa que ni siquiera es en español. Escribiré en inglés desde septiembre sin haber leído en toda mi vida un libro entero en inglés… Y en este momento sólo tengo dos alternativas: a) el desempleo sin remuneración y b) el desempleo remunerado con la única condición de escribir y discutir mis lecturas en inglés.     

MIEDO
Creo que está de moda afirmar que uno tiene miedo, pero, más allá de afirmaciones con consciencia estética, el miedo se ha convertido en la cuchara con la que meneo mis caldos cotidianos. Suelo pensar que soy un impostor que no es capaz de sentir lo que está sintiendo, que se miente a sí mismo y que toma decisiones a partir de la práctica de una falsa arbitrariedad. Intento planear mi porvenir porque tengo miedo al fracaso y como el pasado es un archivo donde acumulo mis derrotas (i.e. mi reciente divorcio…) el miedo es la fuerza nuclear que motiva la concepción que tengo del tiempo.    

ESPERANZA      
Me aferro a la idea de que la confusión y el miedo se disiparán...





viernes, 2 de mayo de 2014

I.P. Pavlova: Prólogo


No quería caminar solo otra vez, eso de tener los brazos a los costados colgando como péndulos no era lo que deseaba la mañana que salí con mis dos maletas de color azul. Miré hacia atrás: es muy feo buscar a alguien y ver cómo en su lugar crece un vacío cuyos contornos definen con exactitud casi divina una ausencia palpitante. Emprendí la marcha, durante varios minutos con el cuello torcido, girado hacia atrás, como tecolote, pero a medida que el peso de las maletas me empujaba hacia delante y el sudor brotaba de mi frente, el vacío anclado en el pasado comenzó a reblandecerse. Nunca podría dejar de pensar en esos contornos, pero durante aquella caminata, que marcó el comienzo de mi declive, intenté persuadirme de mis facultades mentales y con un susurro, ensayado tantas veces frente al espejo del baño, soplaba en mis propios oídos cantaletas inesperadas, algunas viejas, de antiguos territorios, otras bufas, irrisorios estanques en los que saltaba como un párvulo canalla sin consciencia del tiempo. En la estación de autobuses abrí una de las maletas, la revolví con esmero marcial, contritos los ojos ante el brillo de mis olvidos premeditados. El autoboicot se había convertido en una de mis especialidades desde la primera vez que había tenido que salir de una casa con mis dos maletas azules: autofustigamiento en forma de chorro memorioso. Dejé bajo la cama, dibujado con forma de olvido (ya saben, se puede tomar un lápiz labial o una pluma de gel color verde y trazar en el suelo el perímetro de un cuerpo o, en mi caso, de lo que imaginaba que podía ser un cuerpo), el suéter que llevaba puesto la noche que nos conocimos: Había entrado sin mirarme, con los ojos fijos en el rincón donde estaba su cama, ni un reojo fortuito me había dedicado, era la primera vez que nos cruzábamos y aunque su atención había estado concentrada en un rincón ajeno al mío, tuve la oportunidad de estudiarla, su forma de caminar, el peinado descuidado pero voluntarioso, la humedad esquiva que invadía sus ojos. Pensé que era alemana, polaca o rusa, el Este y sus palideces de cabelleras negras y pupilas verdosas o amarillentas, posible compañía que en aquel momento aparecía como una necedad y quimera deseables. Me esfuerzo, recorro los años a una velocidad improbable y parcial, poco precisa, y un abismo de luz desgarra mis recuerdos, la dibuja con mano trémula, sumergida en espectros de locomoción pura, de pie, en la habitación de la Pensión Sokolska:

Pantalones sucios de mezclilla, desgarrones en los bordes que festonean unos zapatos infantiles, de cordón cruzado, que evocan más el calzado de Remi, por triste y pueril, que el de una polaca que en mi imaginación ha viajado a Praga para ver un concierto de fussion jazz en Reduta, lugar que conozco sólo por fuera, sin prestar atención a la fachada, comprimido en mis meditaciones y caminatas juveniles. Una camisa a cuadros,
azul claro, acuoso, cuadros, quizás,
verde y azul marino;
encima un suéter negro, bonito, que resalta la camisa vaquera
desfajada;
cabello negro casi largo, en la frente; sonrisa tímida pero 
escrutadora.
Sus pasos
eran breves
silencios
musitados
sin destino
(eran mi destino
aparejado
con la melancolía
estulta de la juventud…)