lunes, 30 de diciembre de 2013

Confesa resistencia al diario...


Llegué a la Gare d'Austerlitz a las siete de la mañana procedente de la Estación de Sants de Barcelona. Estaba nublado y lo primero que hice fue buscar con el olfato al Sena, persuadido, como tantos otros, por mis lecturas de autores franceses decimonónicos: Gautier, Baudelaire, Rimbaud, Huysmans... Cuando miré las aguas rancias y grises del Sena por primera vez, saboreando la quiche de espinacas que había comprado en un mercadillo a un lado de la estación de Austerlitz, no imaginé que iba a recorrer, de sur a norte, ese río lánguido todos los días durante una larga temporada. Mis esperanzas no tardaron en desvanecerse, igual que mis ahorros, ignorante de que el París al que llegaba hacía muchísimo tiempo que había desmenuzado y digerido la poesía: lo que llevaba en el bolsillo apenas me duró para medio comer unos días; de pronto, ansioso y aterido por la imposibilidad de encontrar a un amigo cibernético que había prometido proporcionarme alojamiento, me acostumbré a tumbarme a dormir en los parabuses cerca de la estación de Austerlitz. Así fue como dormí aquella larga temporada, mi primera en París, aferrado, con maña, a la evasiva de regresar a México antes de lo proyectado... Me apreté a la calle, que fue fría y poco amable, por dos motivos: el primero, que no sabía si iba a poder regresar a París otra vez, la oportunidad estaba frente a mí, no como la deseaba, pero ahí estaba; el segundo motivo, pues que a mis veinte años ya tenía ciertas pretensiones literarias, por lo que la calle parisina me pareció en aquel momento una etapa forzosa en el largo camino de la escritura. Esto es una falacia, o creo que es una falacia, lo de la calle y la escritura... Además, durante todo el tiempo que trajiné de la Gare d'Austerlitz a la Gare du Nord, no escribí nada, no pude escribir nada. Transcurría casi todo mi tiempo domando el hambre, que había afincado su residencia de manera permanente en mi cuerpo, dormitando en las bancas de jardines y parques, y acostumbrado, con enfermiza inocencia, a no perder mis pertenencias, que, resumidas, resumo así:

-Lo que llevaba puesto:
botas, 
pantalón, 
camiseta,
reloj de pulso
y suéter abrigador.

-Una mochilita azul marino, adentro: 
una vieja cámara fotográfica semiautomática Minolta de 35 mm (reliquia familiar), 
cepillo y pasta de dientes,
rastrillo y jabón, 
frasco de crema para las manos,
una toalla
y una camisa del París Saint-Germain.


La toalla de poco me sirvió, pues en varios meses sólo pude ducharme una vez, justamente en los baños/regaderas de la Gare d'Austerlitz, estación que se convirtió en mi punto de autoencuentro. (Una noche, ya cuando comenzaba a hacer frío, más flaco que una vara y más solo que un encabronado aullido, invadido de desesperación, en aquel momento con un hambre incisiva y deseoso de dormir en una cama, cansado de llevar mi mochilita azul en la espalda como un soberano pendejo, desilusionado del Sena y Notre Dame, abandonado frente a mi propia arrogancia juvenil, delirante al punto de creer que todos mis problemas y mi falta de sueño se debían a mi diario ejercicio de cargar la toalla y el frasco de crema, los tiré a la basura, en uno de esos contenedores de acero estilizado que hay en los pabellones exteriores del Louvre. Me quedé sin toalla y sin crema para las manos, y quería culpar a alguien, pero no tenía muchas fuerzas para pensar, así que caminaba y miraba, a ratos, las aguas grises del Sena y la torre esa famosa que despuntaba en la distancia infalible de París). Conocí sólo a dos personas, Kanu, un nigeriano que buscaba la manera de ir a Madrid a reunirse con su hermana (quien le ayudaría, según él, a encontrar trabajo, pese a que no sabía ni siquiera decir "hola" en español) y a Rafelito, un dominicano que se unió a Kanu y a mí durante sólo una noche; la historia de Rafaelito es breve así que la contaré: Kanu y yo estábamos sentados, dormitando, en la estación de Austerlitz y el tal Rafaelito, vestido de límpido blanco, aguardaba desesperado junto a nosotros. Llevaba tanto tiempo sin hablar en español con alguien que no fuera yo mismo, que me animé, por su apariencia, a preguntarle si hablaba español. Me explicó con rapidez que había llegado a París por la tarde y que a las cinco de la mañana tenía que tomar un tren para ir a España, según él a pasar unas vacaciones que iba a sufragar con lo que obtuvo tras la venta de su coche allá en la República Dominicana; describió el auto como un tremendo sedán con toda clase de añadiduras apantallantes: alerones, un estéreo con gran sonido, llantas más redondas que el planeta Tierra, etcétera... En fin, que el pinche Rafaelito iba a estar ahí por unas cuantas horas, así que esperaba, impaciente, deseoso de llegar a Madrid para comenzar con las vacaciones de su vida, porque, como dijo un par de veces, su sueño era conocer la capital española. Le pregunté si había estado antes en París, negó, y sin dilaciones le propuse llevarlo, por lo menos a que mirara Notre Dame y el puto río Sena, a cambio, claro, de que nos comprara a Kanu y a mí un bocadillo de jamón y una rebanada de pizza. Cruzamos el Bulevar del Hospital, conseguimos las provisiones, y encaminamos a Rafaelito hacia Notre Dame (nos hicimos una foto en el camino, adjunta abajo)... La historia de Kanu es más compleja, por eso no la contaré en este momento: pasamos juntos varias semanas, lo encontré, también, en la estación de Austerlitz, y le ofrecí un pedazo de chocolate y un trago de leche (mi desayuno-comida-cena del día), tomó el chocolate y rechazó la leche. Hablábamos en un inglés difícil, era común que no nos entendiéramos, y siempre caminaba detrás de mí: lo esperaba, le decía que caminara junto a mí, asentía, pero progresivamente me perdía el paso hasta recobrar la distancia que nos separaba en nuestras caminatas cotidianas. Mi triunfo fue hacerlo beber leche... Toda esta confesión viene hoy a cuento porque hallé, otra vez, fotografías viejas en el interior de un libro en la casa de mi madre, esta vez de Georges Perec (qué manía la de esconder fotos en los libros, y es obvio que mis padres no hojean los libros que dejé atrás...).

Ahí estoy con mi camisa del París St.-Germain, Kanu sentado y Rafaelito de blanco.










martes, 10 de diciembre de 2013

III. Confesa resistencia al diario resistir

Desde hace algunos días no para de llover ´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´ el agua escurre por las canaletas del tejado, puedo escuchar los chorros caer y deshacerse en los alféizares, embarrarse en los vidrios de las ventanas, y me parece que se trata de una lluvia que nunca cesará, como aquella que me recibió en Portland hace ocho años, una noche deformada por el tedio de la espera, que poco a poco me empujaba hacia una oscuridad húmeda, rayada por las agujas sesgadas que caían de un cielo pardo, donde ni las nubes ni el atisbo de la divinidad lograban hacerse un hueco. Recuerdo otras lluvias, chubascos, chaparrones, tormentas, lloviznas, resbalones sustanciosos sobre el cemento bruñido de una cancha de basquetbol de una periferia de la ciudad de México, pero viene a mi memoria en este instante, como dulce tormento, o canción de cuna que oprime el pecho, una noche, la última, que pasé en Playa del Carmen, cuando pensaba que mi juventud era inagotable y, por tanto, podía arrogarme el falso lujo de aprovecharme de ella. No recuerdo el mes, o quizás sí lo recuerdo pero no quiero mencionarlo, desde el terrario, colonia, llamado El Ejido, habíamos corrido hasta el mar, una noche lluviosa que, empero, dejaba ver en la distancia la lumbre artificiosa de Cozumel. No recuerdo quién tuvo la idea, en situaciones como aquella eso deja de importar, el caso era que nos sumergíamos en el agua, turquesa ante la luz del sol, negra bajo el reflejo mortecino de la luna ausente, dejando que nuestros cuerpos flotaran en un mar picado de granos de lluvia, semillas, acaso, que se estrellaban en nuestro rostro sin dejar cicatriz evidente aunque profunda. Quise imaginar que un tiburón nos iba a tragar, mejor que nos hubiera tragado, o me hubiera tragado, para llevarme a las profundidades marinas en partes, destrozado, semilla yo mismo, carmín disuelto entre aguas dulces y saladas, pero mi imaginación fue un débil aleteo que sucumbió al influjo de mis ansias, nuestras ansias, por salir de aquellas aguas en una sola pieza, de cuerpo entero, de esperanza compacta y juvenil. Al día siguiente, temprano, nos subimos a un autobús ADO y tras veinticuatro horas llegamos a la ciudad de México, regresamos, armados con un poco de valor, con pesos suficientes para subirnos a un avión hacia ese lugar que llaman la ciudad de las luces. Llegamos a París de noche, colmados, aún flotando sobre el mar picado de Playa del Carmen, con las pupilas inflamadas por la lumbre nocturna de Cozumel. Nos separamos, después de un tiempo, que en la memoria parece breve, pero luego yo también regresé, convertido en un nosotros, es decir, acompañado, inundado de otras luces, de otros silencios, con una esperanza novedosa, delirante hasta el día de hoy en que he apretado demasiado mi puño y la luz revienta en innumerables esquirlas que, ahora, después de ires y venires casi anecdóticos, se transforman lentamente en una lluvia nueva, en un llanto que convoca la memoria de una noche transcurrida, boyando, sobre el agua tibia del Caribe mexicano, bajo una tormenta que aún cae, dócil, en un rostro cubierto de juventud desfigurada: 
                          
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domingo, 1 de diciembre de 2013

Fraternidades y sororidades: ¿honor, privilegio o lastre social?

La fraternidad Alpha Phi Omega en pleno arranque de orgullo


Sólo hasta hace poco (por mi daltonismo e hipermetropía sociales) comencé a notar ciertas particularidades que me llevaron a inquirir sobre la naturaleza de las famosas fraternidades y sororidades de UNC-Chapel Hill, institución que está catalogada como una de las cinco mejores universidades públicas de la nación. Algo muy concreto llamó mi atención: la gran mayoría, por no decir que la totalidad, de los miembros de estas cofradías universitarias son jóvenes blancos. Las fraternidades y sororidades de las universidades estadounidenses son un fenómeno interesante no sólo en términos de entretenimiento académico o de cultura pop norteamericana. Los nombres de estas organizaciones sugieren muy poco sobre el orden interno que las rige, de modo que Tau Kappa Epsilon o Sigma Phi Epsilon, más allá de la referencia al alfabeto griego, no dice nada con respecto a lo que ocurre en el interior de las fraternidades y sororidades más famosas en el ámbito universitario estadounidense. 

Tras una exhaustiva investigación en los sitios web de algunas de estas fraternidades y sororidades, descubrí que no cualquiera tiene el privilegio de ingresar a este ámbito fraternal elitista regido por los intereses socioeconómicos y la banalidad. Mis sospechas fueron confirmadas tras un encuentro casual con un profesor universitario argentino que fue miembro de la prestigiosa Kappa Sigma. Después de relatarme su experiencia y sus impresiones en la conocida fraternidad, Be Efe (seudónimo) me pidió que no revelara su nombre ni su ciudad de origen, salvo que es argentino y que llegó a Estados Unidos con una beca deportiva y el propósito de obtener una licenciatura en Administración de Empresas. Después ya no pudo, o no quiso, regresar al Cono Sur y terminó enfrascado en estudios de postgrado primero en Hawai y luego en Chapel Hill, donde en la actualidad labora.
          
Be Efe, cuyos ojos azules se mueven con nerviosismo, declara sin rodeos que no es fácil ingresar a una de estas fraternidades, y menciona dos factores que son esenciales para que la postulación de un candidato prospere. Como todas las esferas sociales elitistas, las fraternidades reciben con agrado a gente que proviene de familias adineradas, mejor si tienen amistades o relaciones familiares históricas con la fraternidad. Siempre ayuda a un graduado del bachillerato que su padre, actual gerente de una empresa importante, haya sido miembro de la casa: el nepotismo se celebra y hasta cierto punto se exige. Lo que a mí me parece “un club privado”, a Be Efe se le figura un sistema de relaciones sociales donde se reparten privilegios y se decantan amistades que harán que los miembros de las fraternidades obtengan un trabajo estable al completar sus estudios.
             
Con una sonrisa socarrona en el rostro, aderezado con su acento argentino, Be Efe me confiesa que estas fraternidades también son microinstituciones de segregación social. Y añade que para poder ingresar, además de tener dinero o un apellido influyente, otro requisito indispensable es ser blanco, y añade que es una gran hipocresía pensar que la sociedad estadounidense es post-racista o que ha trascendido las desigualdades socioeconómicas que aquejan a las mal llamadas “minorías” del país. A mi pregunta de quiénes seleccionan a los iniciados, la respuesta de Be Efe es simple: los mismos miembros eligen a las nuevas camadas con base en sus intereses y preferencias como grupo de élite social, y agrega que en realidad quienes integran estas selectas casas no han hecho méritos y posiblemente tampoco son individuos brillantes con un intelecto privilegiado. Be Efe describe al miembro promedio de las fraternidades de prestigio como chicos gregarios, proclives a las festividades, al alcohol y al consumo mesurado de drogas, con convicciones políticas conservadoras, blancos y con dinero familiar, que no se esfuerzan demasiado porque ya tienen el futuro asegurado. Un estudio de 2006 publicado en el American Journal of Economics and Sociology demostró que la competencia académica y las calificaciones de los miembros de una fraternidad o sororidad están por debajo de los estudiantes que no pertenecen a una de estas organizaciones; sin embargo, los miembros de las fraternidades y sororidades encuentran un trabajo bien remunerado con mayor rapidez.
       
Algunos pueden argüir que al tratarse de “organizaciones privadas” los miembros pueden establecer sus propias reglas. Estoy de acuerdo, lo único que llama mi atención es que en un país tan orgulloso de su sistema meritocrático, donde las universidades celebran los logros de cualquier calibre tanto de profesores como de estudiantes, existen fraternidades de prestigio que justo en la nariz de las instituciones universitarias burlan este principio tan hipócritamente difundido. Hay también fraternidades y sororidades para minorías, pero ya en el nombre y en el enfoque mismo de estas organizaciones se sugiere su naturaleza de choque y, hasta cierto punto, también de resistencia. Además, que hayan organizaciones para minorías no mitiga el hecho de que en las fraternidades y sororidades de prestigio, donde se reparte el pastel con más crema, la holgazanería de sus miembros sea recompensada y celebrada.
            
Camino junto a Be Efe a lo largo de una famosa avenida de Chapel Hill, donde se suceden casas de tres plantas que pertenecen a fraternidades y sororidades conocidas. Nos detenemos un momento frente al porche de una casona con un jardín impecable; en el vado hay tres automóviles BMW casi nuevos. La escena es digna de ser plasmada en una pintura realista norteamericana: un grupo de chicos, en su mayoría rubios, con la piel rosada o pálida, juega una variedad estadounidense de la petanca. Visten polos, pantalones cortos tipo caquis, zapatillas de esas que llaman de pescador; todos sostienen una cerveza en la mano y sueltan carcajadas tan grandes como el cielo. Le pregunto a Be Efe si yo hubiera podido ser parte de tan amable pintura. Sonríe, sarcástico, y me responde que lo más probable es que no, porque no soy muy blanquito que digamos…