Desde hace algunos días no para de llover ´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´ el agua escurre por las canaletas del tejado, puedo escuchar los chorros caer y deshacerse en los alféizares, embarrarse en los vidrios de las ventanas, y me parece que se trata de una lluvia que nunca cesará, como aquella que me recibió en Portland hace ocho años, una noche deformada por el tedio de la espera, que poco a poco me empujaba hacia una oscuridad húmeda, rayada por las agujas sesgadas que caían de un cielo pardo, donde ni las nubes ni el atisbo de la divinidad lograban hacerse un hueco. Recuerdo otras lluvias, chubascos, chaparrones, tormentas, lloviznas, resbalones sustanciosos sobre el cemento bruñido de una cancha de basquetbol de una periferia de la ciudad de México, pero viene a mi memoria en este instante, como dulce tormento, o canción de cuna que oprime el pecho, una noche, la última, que pasé en Playa del Carmen, cuando pensaba que mi juventud era inagotable y, por tanto, podía arrogarme el falso lujo de aprovecharme de ella. No recuerdo el mes, o quizás sí lo recuerdo pero no quiero mencionarlo, desde el terrario, colonia, llamado El Ejido, habíamos corrido hasta el mar, una noche lluviosa que, empero, dejaba ver en la distancia la lumbre artificiosa de Cozumel. No recuerdo quién tuvo la idea, en situaciones como aquella eso deja de importar, el caso era que nos sumergíamos en el agua, turquesa ante la luz del sol, negra bajo el reflejo mortecino de la luna ausente, dejando que nuestros cuerpos flotaran en un mar picado de granos de lluvia, semillas, acaso, que se estrellaban en nuestro rostro sin dejar cicatriz evidente aunque profunda. Quise imaginar que un tiburón nos iba a tragar, mejor que nos hubiera tragado, o me hubiera tragado, para llevarme a las profundidades marinas en partes, destrozado, semilla yo mismo, carmín disuelto entre aguas dulces y saladas, pero mi imaginación fue un débil aleteo que sucumbió al influjo de mis ansias, nuestras ansias, por salir de aquellas aguas en una sola pieza, de cuerpo entero, de esperanza compacta y juvenil. Al día siguiente, temprano, nos subimos a un autobús ADO y tras veinticuatro horas llegamos a la ciudad de México, regresamos, armados con un poco de valor, con pesos suficientes para subirnos a un avión hacia ese lugar que llaman la ciudad de las luces. Llegamos a París de noche, colmados, aún flotando sobre el mar picado de Playa del Carmen, con las pupilas inflamadas por la lumbre nocturna de Cozumel. Nos separamos, después de un tiempo, que en la memoria parece breve, pero luego yo también regresé, convertido en un nosotros, es decir, acompañado, inundado de otras luces, de otros silencios, con una esperanza novedosa, delirante hasta el día de hoy en que he apretado demasiado mi puño y la luz revienta en innumerables esquirlas que, ahora, después de ires y venires casi anecdóticos, se transforman lentamente en una lluvia nueva, en un llanto que convoca la memoria de una noche transcurrida, boyando, sobre el agua tibia del Caribe mexicano, bajo una tormenta que aún cae, dócil, en un rostro cubierto de juventud desfigurada:
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Me encanta Francisco. R.III
ResponderEliminarGracias, Ramón. Seguimos, f.
EliminarPareces Rubén Darío. Aún te quedan unos cuantos chaparrones. Ojalá y te llenes de canas. Y puedas volver a bañarte entre las mismas aguas de zafiros ―esto de piedras azules, para ser modernista―, cosa bastante difícil después de Heráclito. Pero de seguro te lo pensarías. A tu edad me sumergía en las selvas nocturnas de África. Ahora prefiero llegar a París un día soleado sobre el Sena.
ResponderEliminarOjalá que en ese entonces, ya ulterior, aún pueda nadar...
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