(Se llamaba Enriqueta Scott)
He tenido muchos
nombres a lo largo de mi vida. Una mañana, o una noche, sin que yo supiera los
motivos, de Lucía Jerez pasé a llamarme Olivia Serrano y luego Olga Izquierdo y
siguiendo esta secuencia de mutaciones imposible de detener hoy he despertado como
Enriqueta Scott. A esta serie de cambios, casi inevitables, debo añadir que mi
vida ha sido triste. Mi madre, esa mujer desconocida desde el principio, quedó embarazada (según cuenta la leyenda familiar) en una
alberca, cuando un espermatozoide (la mitad de lo que ahora soy) en su
esfuerzo natatorio terminó acurrucado en uno de los óvulos de mi progenitora (la otra
mitad de lo que ahora soy). ¿Mi padre? Pudo ser cualquiera de los
tipos encorsetados en un diminuto traje de baño, sepa cuántos
llevan a cabo sus prácticas onanistas bajo el agua. Pero una cosa es la realidad
y otra muy diferente las leyendas familiares, por eso aunque he vivido bajo el
marbete de innumerables identidades, estoy más o menos convencida de que mi padre
fue un violinista polaco que tuvo que emigrar a México apurado por las
atrocidades de los nazis. ¿Qué hacía un violinista polaco masturbándose en la
alberca de un balneario? Esta pregunta ni mi madre ni mi padre podrían
responderla; las leyendas son así, como el deseo, es decir, una pregunta a la
que nadie puede responder.
Los primeros años de mi vida no fueron
nada extraños, pero, como tenemos tiempo, quisiera referir algunos episodios que
a mí me parecen un poco interesantes. Una mañana, habré tenido seis o siete
años, encendí el televisor y en la pantalla adquirió consistencia en blanco y
negro la imagen de un par de equinos copulando. Aquello no duró ni un par de
parpadeos, pero al mirar los ampulosos y nerviosos embates del caballo sobre la
yegua, una especie de dulzona repulsión comenzó a anidar cerca de mi oído izquierdo. Durante años, después de
ser testigo de aquella forma de amor equino, mi disgusto permaneció mezclado
con la incertidumbre y, sobre todo, con la impaciencia. Otro detalle: desde
aquella mañana, dejé de mirar el televisor, y su presencia sólida de armatoste
inseparable de la sala/comedor llegó a causarme
un intenso resentimiento. Años después cuando debuté en la “pantalla chica”,
pese a que mi espectáculo resultó a pedir de boca, no pude dejar de lamentarme
en mi camerino del lugar adonde el trabajo y el servicio me habían llevado.
Aquella noche bailé mambo acompañada de una orquesta inolvidable y un grupo de
espléndidas coristas. Es increíble que en medio de aquellas mujeres, igual de
voluptuosas que yo, fuera yo la única estrella con un nombre bien definido.
Este trabajo es así: rostros y piernas desfilan frente a una sin llegar nunca a
conocer sus nombres. Recuerdo algunas Rositas y Claudias, quizás alguna Manola,
pero más allá de esto debo afirmar que he bailado siempre entre desconocidas.