No quería caminar solo otra vez, eso de tener los
brazos a los costados colgando como péndulos no era lo que deseaba la mañana
que salí con mis dos maletas de color azul. Miré hacia atrás: es muy feo buscar
a alguien y ver cómo en su lugar crece un vacío cuyos contornos definen
con exactitud casi divina una ausencia palpitante. Emprendí la marcha, durante
varios minutos con el cuello torcido, girado hacia atrás, como tecolote, pero a
medida que el peso de las maletas me empujaba hacia delante y el sudor brotaba
de mi frente, el vacío anclado en el pasado comenzó a reblandecerse. Nunca
podría dejar de pensar en esos contornos, pero durante aquella caminata,
que marcó el comienzo de mi declive, intenté persuadirme de mis facultades
mentales y con un susurro, ensayado tantas veces frente al espejo del baño,
soplaba en mis propios oídos cantaletas inesperadas, algunas viejas, de
antiguos territorios, otras bufas, irrisorios estanques en los que saltaba como
un párvulo canalla sin consciencia del tiempo. En la estación de autobuses abrí
una de las maletas, la revolví con esmero marcial, contritos los ojos ante el
brillo de mis olvidos premeditados. El autoboicot se había convertido en una de mis especialidades desde la primera vez que
había tenido que salir de una casa con mis dos maletas azules: autofustigamiento en forma de chorro
memorioso. Dejé bajo la cama, dibujado con forma de olvido (ya
saben, se puede tomar un lápiz labial o una pluma de gel color verde y trazar
en el suelo el perímetro de un cuerpo o, en mi caso, de lo que imaginaba que
podía ser un cuerpo), el suéter que llevaba puesto la noche que nos
conocimos: Había entrado sin mirarme, con los ojos fijos en el rincón donde
estaba su cama, ni un reojo fortuito me había dedicado, era la primera vez que
nos cruzábamos y aunque su atención había estado concentrada en un rincón ajeno
al mío, tuve la oportunidad de estudiarla, su forma de caminar, el peinado
descuidado pero voluntarioso, la humedad esquiva que invadía sus ojos. Pensé que
era alemana, polaca o rusa, el Este y sus palideces de cabelleras negras y
pupilas verdosas o amarillentas, posible compañía que en aquel momento aparecía como una necedad y quimera deseables. Me esfuerzo, recorro los
años a una velocidad improbable y parcial, poco precisa, y un abismo de luz
desgarra mis recuerdos, la dibuja con mano trémula, sumergida en espectros de
locomoción pura, de pie, en la habitación de la Pensión Sokolska:
Pantalones sucios de mezclilla, desgarrones en los
bordes que festonean unos zapatos infantiles, de cordón cruzado, que evocan más el calzado de Remi, por triste y pueril, que el de una polaca que en mi
imaginación ha viajado a Praga para ver un concierto de fussion jazz en Reduta,
lugar que conozco sólo por fuera, sin prestar atención a la fachada, comprimido
en mis meditaciones y caminatas juveniles. Una camisa a cuadros,
azul claro, acuoso, cuadros, quizás,
verde y azul marino;
encima un suéter negro, bonito, que resalta la
camisa vaquera
desfajada;
cabello negro casi largo, en la frente; sonrisa
tímida pero
escrutadora.
Sus pasos
eran breves
silencios
musitados
sin destino
(eran mi destino
aparejado
con la melancolía
estulta de la juventud…)
No hay comentarios:
Publicar un comentario