Quizás aún no tengo la edad suficiente para hacer afirmaciones de este tipo: “Hay gente más pendeja que otra” o “Algunos se enamoran más fácil que otros” o “Todos merecemos segundas oportunidades”. Y digo que “quizás aún no tengo la edad suficiente” porque, si soy un poco honesto, yo tendría que catalogarme en el lado de la gente más pendeja y de la que se enamora más fácil y de la que siente que merece segundas oportunidades. Primero intentaré explicar esto a partir de cierto ejercicio de la razón y, a falta de suficientes recursos racionales, con una canción, como ya comienza a ser hábito en mi blog.
1) HAY GENTE MÁS PENDEJA QUE OTRA porque repite los mismos errores una y otra vez aguardando resultados diferentes, por ejemplo, aquellos, como yo, que lanzamos una piedra a un pozo seco y nos sentamos a esperar el chapoteo del agua, un glup provocador o evocador, que la piedra arrojada en la oscuridad traiga consigo la promesa de una lluvia personal y diminuta; el pendejo aspira el mundo entero, quiere todas las minucias para sí mismo, colecciona sonrisas, movimientos de las ramas de los árboles, iris, alguna que otra nube, voces, palabras cursis, oídos, modos de caminar, se aferra con encono a la amistad y a los gestos de una cordialidad arcaica, casi mítica. Pero el pendejo también hace pendejadas de las que no suele arrepentirse y en esto tal vez reside su fatum tortuoso.
2) ALGUNOS SE ENAMORAN MÁS FÁCIL QUE OTROS, claro, porque es trabajo de un particular tipo de personas fragmentar su vitalidad en miríadas de vidas en las que se recrean amores y posibilidades amorosas. Algo, o mucho, de patología hay en esta actividad ontológica: extraña o fatídica es la vida pendeja de aquel que se hunde con la frecuencia más veloz en miradas y voces ajenas. A este tipo de personas el amor no les parece fácil, que no se confunda el amor fácil con enamorarse más fácil; me explico: hay gente a quien le basta sentarse frente a alguien más para saber, como vidente, si la posibilidad del amor es una razón poética plausible. Y esta propensión, para algunos irracional, razonablemente poética, se expande en el interior ulterior del enamoradizo profesional: sus palabras dan vueltas en su cuello como una espiral mórbida, se fascina de su producción verbal y cuando su pescuezo cruje por el nudo gordiano que lo oprime llora con alegría infantil. Sabe que es más pendejo que aquellos que no se enamoran con la facilidad de beber agua, pero su pendejismo lo asume con excesiva esperanza.
3) TODOS MERECEMOS SEGUNDAS OPORTUNIDADES es una mentira encubierta que el pendejo y enamoradizo nato se repite a sí mismo en el fondo del silencio bullicioso que lo acompaña. Y para ilustrar este principio no axiomático sobran imágenes, pero hay muy específica: la del rogón, que con fehaciente cara de pendejo, no detiene el torrente de sus súplicas en aras de nutrir el amor unidireccional que lo quema por dentro. El que ruega, de pie o hincado, lo hace porque se dice a sí mismo que merece una segunda oportunidad, o una infinidad de segundas oportunidades, porque llega a ocurrir que, en contra de lo que este tipo de personalidad esperaba, le fue concedida la tan ansiada segunda oportunidad, pero como es un gran pendejo pues la cagó y una vez más se aferra a la posibilidad de recibir una otra segunda oportunidad. ¿Que si todos merecemos una segunda oportunidad? Aún no tengo la edad suficiente para responder esta pregunta…
CONCLUSIÓN AXIOMÁTICA Y PERSONAL: Me declaro pendejo (en grado mayor del pendejo promedio), me declaro enamoradizo fácil (en grado mayor del enamoradizo promedio) y me declaro, en virtud de las dos declaraciones anteriores, acreedor a una otra segunda oportunidad. Ahora matizaré, con brevedad, lo que quizás no necesita demasiados matices: me enamoro muy fácil, sí, desde niño, porque a los seis o siete años la telaraña del pendejismo había recubierto mi interior con su tela sutil y pegajosa, empalagosa también, pero desde hace muchos años me enamoro una y otra vez, con excesiva facilidad, de la misma mujer, de la güerita atómica que conocí en Praga hace nueve años, esa que derramó su espagueti con salsa de jitomate en su camiseta blanca en nuestra primera cita, la de los ojos verdes que cambian de color con quien compartí un beso por vez primera en Hrbitov Vysehrad… La mujer cuyo nombre es Kim Strong: “no quiero morirme sin tener algo (más) contigo…”
Yo no quiero controlar tu vida, como se afirma en la letra
de la canción, sólo quiero continuar compartiendo
la mía contigo.
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