Se puede decir que la paz es un concepto inalcanzable para nosotras, porque los gallos se cuecen en una olla aparte, su carne es más dura, no podía ser de otra manera; la paz es un horizonte hacia donde nunca miramos. Pero, si se nos mira con calma, con ojo émulo de entomólogo, se puede apreciar que nuestros sentimientos atraviesan un espectro muy reducido: del miedo al terror, y de éste a la pesadilla, después el ciclo se repite una y otra vez. En contra de lo que se suele pensar, experimentar la rudimentaria guillotina no es lo peor que nos puede ocurrir, porque la verdad, y esta es mi impresión, la muerte es algo que casi no dura: te apresan después de haberte elegido con días de antelación, después te llevan al lavadero, ése donde todos tus antepasados del corral han dejado su charco carmín, y tras inmovilizarte las patas, comienza el inefable corte en el pescuezo… Hay gallinas que han logrado zafarse del torniquete aplicado en las patas y, durante un par de minutos inolvidables, han revoloteado descabezadas a trochemoche. Despojarse de la razón, del miedo a que la razón no sea tan precisa como se piensa, es algo que las gallinas atravesamos en algún momento de nuestra breve vida. Sin cabeza, imagino, la razón deja de importar. Una de nuestras más grandes tragedias es tener una memoria terrible, si apenas y recordamos, y cuando lo hacemos las imágenes son siempre borrasca, lapsos de tiempo incoherente que amagan con hacernos comprender algo ininteligible para nuestros minúsculos intelectos. He llegado a creer que la felicidad, y también el dolor, reside en la facultad de recordar, de hacer memoria de una misma. Ya antes había dicho que nuestra vida transcurre entre las tenazas de un ciclo irremediable: del miedo al terror y después a la pesadilla, y es bastante obvio que estos tres sentimientos no se distinguen demasiado entre sí. Por ejemplo, si estamos reconcentradas en el gallinero, sumidas en un sueño que nunca se concreta, y de nuestras mullidas entrañas un huevo intenta abrirse paso hacia el exterior, eso que es tan propio de nosotras y de toda nuestra especie, es decir, poner huevos o expulsar huevos, nos produce el más agrio de los miedos, pero también sentimos terror, y a la vez nos apremia la sensación de estar viviendo una pesadilla interminable. Y aunque estoy casi segura de que vivimos en un ciclo que parte del miedo y se consolida en la pesadilla, atravesando por el terror, también estoy convencida de que vivimos esos tres estados de forma simultánea, una aporía quizá, pero la vida de una gallina es siempre una contradicción, una línea ilógica que sin visos de cambio se transforma de repente en un ángulo imposible de medir.
sábado, 11 de mayo de 2013
Principio de "La tristeza de ser una gallina"
Se puede decir que la paz es un concepto inalcanzable para nosotras, porque los gallos se cuecen en una olla aparte, su carne es más dura, no podía ser de otra manera; la paz es un horizonte hacia donde nunca miramos. Pero, si se nos mira con calma, con ojo émulo de entomólogo, se puede apreciar que nuestros sentimientos atraviesan un espectro muy reducido: del miedo al terror, y de éste a la pesadilla, después el ciclo se repite una y otra vez. En contra de lo que se suele pensar, experimentar la rudimentaria guillotina no es lo peor que nos puede ocurrir, porque la verdad, y esta es mi impresión, la muerte es algo que casi no dura: te apresan después de haberte elegido con días de antelación, después te llevan al lavadero, ése donde todos tus antepasados del corral han dejado su charco carmín, y tras inmovilizarte las patas, comienza el inefable corte en el pescuezo… Hay gallinas que han logrado zafarse del torniquete aplicado en las patas y, durante un par de minutos inolvidables, han revoloteado descabezadas a trochemoche. Despojarse de la razón, del miedo a que la razón no sea tan precisa como se piensa, es algo que las gallinas atravesamos en algún momento de nuestra breve vida. Sin cabeza, imagino, la razón deja de importar. Una de nuestras más grandes tragedias es tener una memoria terrible, si apenas y recordamos, y cuando lo hacemos las imágenes son siempre borrasca, lapsos de tiempo incoherente que amagan con hacernos comprender algo ininteligible para nuestros minúsculos intelectos. He llegado a creer que la felicidad, y también el dolor, reside en la facultad de recordar, de hacer memoria de una misma. Ya antes había dicho que nuestra vida transcurre entre las tenazas de un ciclo irremediable: del miedo al terror y después a la pesadilla, y es bastante obvio que estos tres sentimientos no se distinguen demasiado entre sí. Por ejemplo, si estamos reconcentradas en el gallinero, sumidas en un sueño que nunca se concreta, y de nuestras mullidas entrañas un huevo intenta abrirse paso hacia el exterior, eso que es tan propio de nosotras y de toda nuestra especie, es decir, poner huevos o expulsar huevos, nos produce el más agrio de los miedos, pero también sentimos terror, y a la vez nos apremia la sensación de estar viviendo una pesadilla interminable. Y aunque estoy casi segura de que vivimos en un ciclo que parte del miedo y se consolida en la pesadilla, atravesando por el terror, también estoy convencida de que vivimos esos tres estados de forma simultánea, una aporía quizá, pero la vida de una gallina es siempre una contradicción, una línea ilógica que sin visos de cambio se transforma de repente en un ángulo imposible de medir.
martes, 7 de mayo de 2013
El final de "Una lectora"
El sentido deíctico
se presenta en las situaciones más inesperadas. Por ejemplo, en el metro cuando
se intenta mantener el equilibrio en medio de la marabunta de las nueve de la
mañana. En casos así, el rostro más próximo semeja formas indispuestas e
incluso desafortunadas. Digamos, una concha de dulce o un caracol o el codo
tapizado de raspones de un niño flaco. Señalar con el dedo índice puede ser tan
natural como empinarse una botella de agua en medio del calor meridiano. Todo
esto lo menciono porque esta mañana regresó mi lectora, de quien ahora sí daré
más detalles e incluso señas particulares. Su nombre es Fiona y viene de
Croacia, de un pueblito adosado al Adriático, cuyo nombre no sé cómo pronunciar. Hasta donde me ha contado, tiene
un tatuaje de una fresa en el glúteo izquierdo. Nos conocimos a través del
amigo de un amigo, lo que implica que nuestra relación es resultado del azar.
La primera vez que la vi llevaba puestos unos jeans gastados y una blusa con
florecitas de colores como las que venden en Oaxaca. En poco tiempo me enamoré
de ella y en muchísimo más he llegado a aceptar que entre nosotros no habrá
nada que exceda la cordialidad, aunque cuando lo pienso mejor, por ejemplo,
mientras la miro leer mi historia, puedo convencerme de que lo nuestro se ha
convertido en una genuina amistad. Cuestión aparte, si yo, como narrador de
esta historia, fuera un personaje diferente, digamos, un clásico protagonista
masculino; en ese caso, el único motivo para que entre Fiona y yo no surgiera nada
sería su homosexualidad. Si un personaje masculino ha llegado al punto de ser
principal, su lugar privilegiado conlleva una especie de omnipotencia. Un
personaje principal casi siempre es irresistible, seductor, sin mencionar que
siempre tiene la frase y los pensamientos más adecuados para solucionar o hacer
trizas su propia situación. Mi caso es diferente (ya he mencionado que me
esfuerzo por no parecerme a nadie), así que en mi historia Fiona no es
homosexual, simplemente no me encuentra irresistible. La vida suele ser así... De
modo que mi bella lectora se apareció antes del mediodía, un poco indispuesta
debido a un leve dolor estomacal, situación que aproveché para invitarle una
manzanilla que aceptó con una hermosa, pero tortuosa, sonrisa. Después devino
la lectura, un poco pausada y entrecortada por numerosos “hums”. Se aligeró mi
sorpresa cuando me enteré de que el motivo de su reacción era el nombre que le había
dado. Fiona no le agradaba y argumentó que la combinación de sus letras era
demasiado severa, como si en mi afán de enfatizar su heterosexualidad, lo que
en verdad hubiera querido decir era que lo nuestro no tenía cabida en el espacio porque era lesbiana. Lo dijo con un tono de desilusión, mientras vaciaba su tacita de
manzanilla de un trago. Me dio un beso en la mejilla y anunció su partida sin
prometer una visita para el próximo día. El encuentro con Fiona no resultó como
yo hubiera deseado. Su reacción había sido inesperada, sin olvidar que ella era mi única lectora... En esas estaba, sumido en el
principio de mi historia y ya con dificultades para mantener la atención de la única
persona que se dignaba a leer lo que yo escribía. ¿Qué había de malo en Fiona?
Fiona. Fiona. Fiona. Si se repetía sin cesar, tal vez el sonido recordara la
turbina de un avión. Un sonido horrible, aunque voraz, menos que etéreo, pero muy
superior a lo pedestre. Esta noche saldré, iré con algunos amigos para
olvidarme del incidente de esta mañana con Fiona. Fiona. Fiona. Fiona. ¡Vaya
que tomé una mala decisión! Pero ya tendré la oportunidad de revertirla. Esto
no es exactamente como la vida, aunque con frecuencia lo parezca.
viernes, 3 de mayo de 2013
Otro pedazo de “Una lectora"
Una
amiga vino a visitarme en la mañana. De ella omitiré todos los detalles,
excepto uno: después de leerme con una buena dosis de atención, concluyó que
estaba bien que comenzara con mi historia, pero lo que aún le suscitaba dudas
era el escenario de mis aventuras. Una de las virtudes de tener aunque sea solo una lectora es la de obtener la oportunidad de autocorregirse en la historia de alguien más.
Ella hubiera querido conocer ciertos detalles ufanos, como la identidad de
algunas de las personas con quienes he terminado en la cama de un hotel de poca
monta. Para mí esto es casi superfluo, pero para mi lectora es una omisión
esencial. Al no tener la oportunidad de saciar su curiosidad, ella puede llegar
al punto de perder interés en mi historia. Si esto ocurriera, lo que apenas
comenzó unos párrafos arriba estaría precipitándose hacia el fondo de su
desenlace. ¿Cuál es mi escenario entonces? Me niego a situarme en un punto
geográfico determinado, a pesar de que se me ha escapado decir que me he
imaginado sentado en el Parque del Retiro. En Madrid no estoy, eso es una
verdad irrefutable. Pero dejemos la vulgaridad a un lado y concentrémonos en un
probable escenario metafísico (en mi intento de dejar la vulgaridad a un lado,
me hundo aún más en ella…), pero con la precaución de evitar plagios o
reconstrucciones malogradas. ¿Cuál es, entonces, la cartografía de mi
personaje? Sobre este particular, señalo como únicos responsables mis lecturas
de Beckett y Magnanelli. Y sin estar en el infierno o en el centro inamovible
de mi autoconsciencia, las influencias son las influencias y punto. No habría
que llegar al penoso caso de justificar cada uno de los pasos que damos, o de
explicar avergonzados el motivo de aquellos ademanes o gestos que practicamos
frente al espejo con el propósito de diferenciarnos de nuestros semejantes.
Estoy influido, no tengo dudas, por eso cuando mañana regrese mi lectora, le
diré, mientras ensayo una pose desenfadada, que el escenario de mi historia no
puede erigirse de un día para otro. Hay cosas más importantes que poner el dedo
en la llaga. Es como el hambre o la guerra, si las hay, de poco vale señalar su
existencia si con ello no se consigue el más mínimo remedio.
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