Una
amiga vino a visitarme en la mañana. De ella omitiré todos los detalles,
excepto uno: después de leerme con una buena dosis de atención, concluyó que
estaba bien que comenzara con mi historia, pero lo que aún le suscitaba dudas
era el escenario de mis aventuras. Una de las virtudes de tener aunque sea solo una lectora es la de obtener la oportunidad de autocorregirse en la historia de alguien más.
Ella hubiera querido conocer ciertos detalles ufanos, como la identidad de
algunas de las personas con quienes he terminado en la cama de un hotel de poca
monta. Para mí esto es casi superfluo, pero para mi lectora es una omisión
esencial. Al no tener la oportunidad de saciar su curiosidad, ella puede llegar
al punto de perder interés en mi historia. Si esto ocurriera, lo que apenas
comenzó unos párrafos arriba estaría precipitándose hacia el fondo de su
desenlace. ¿Cuál es mi escenario entonces? Me niego a situarme en un punto
geográfico determinado, a pesar de que se me ha escapado decir que me he
imaginado sentado en el Parque del Retiro. En Madrid no estoy, eso es una
verdad irrefutable. Pero dejemos la vulgaridad a un lado y concentrémonos en un
probable escenario metafísico (en mi intento de dejar la vulgaridad a un lado,
me hundo aún más en ella…), pero con la precaución de evitar plagios o
reconstrucciones malogradas. ¿Cuál es, entonces, la cartografía de mi
personaje? Sobre este particular, señalo como únicos responsables mis lecturas
de Beckett y Magnanelli. Y sin estar en el infierno o en el centro inamovible
de mi autoconsciencia, las influencias son las influencias y punto. No habría
que llegar al penoso caso de justificar cada uno de los pasos que damos, o de
explicar avergonzados el motivo de aquellos ademanes o gestos que practicamos
frente al espejo con el propósito de diferenciarnos de nuestros semejantes.
Estoy influido, no tengo dudas, por eso cuando mañana regrese mi lectora, le
diré, mientras ensayo una pose desenfadada, que el escenario de mi historia no
puede erigirse de un día para otro. Hay cosas más importantes que poner el dedo
en la llaga. Es como el hambre o la guerra, si las hay, de poco vale señalar su
existencia si con ello no se consigue el más mínimo remedio.
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