Quien no comienza es incapaz de afirmar que ha
vivido. Muchos dicen que lo más valioso es la tensión que separa el principio
del final; que ni el nacimiento ni la muerte tienen la trascendencia de la vida
misma. Pero esta es quizá una solución positivista muy afanada en desacreditar
a los proclives al romanticismo, que tal vez no dudarían en apuntar hacia las
postrimerías como la persuasión total de la existencia humana. Para mí estas
son luces demasiado lúgubres, cuyos contornos decimonónicos no dejan de
maravillar mis pupilas, pero después de padecer el siglo veinte, la muerte se
me aparece como el silogismo más deleznable de todos. La matemática para mí es
una variante, aunque débil, de la muerte. Yo, en mi soledad estilo siglo
veintiuno, he pasado tardes enteras contando y recontándome la historia de mi
propia vida. No importa que esté en la mesita de un café rodeado por unos cuantos
amigos, o atrapado en la axila rasurada de un vil demonio callejero, cada vez
que me aventuro de adentro hacia afuera, con afán narrativo, lo que sale de mi
boca es únicamente para mi consumo. ¿Seré mismófago? ¿O autófago? ¿U ontófago?
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