martes, 30 de abril de 2013

Más de “Una lectora"


Quien no comienza es incapaz de afirmar que ha vivido. Muchos dicen que lo más valioso es la tensión que separa el principio del final; que ni el nacimiento ni la muerte tienen la trascendencia de la vida misma. Pero esta es quizá una solución positivista muy afanada en desacreditar a los proclives al romanticismo, que tal vez no dudarían en apuntar hacia las postrimerías como la persuasión total de la existencia humana. Para mí estas son luces demasiado lúgubres, cuyos contornos decimonónicos no dejan de maravillar mis pupilas, pero después de padecer el siglo veinte, la muerte se me aparece como el silogismo más deleznable de todos. La matemática para mí es una variante, aunque débil, de la muerte. Yo, en mi soledad estilo siglo veintiuno, he pasado tardes enteras contando y recontándome la historia de mi propia vida. No importa que esté en la mesita de un café rodeado por unos cuantos amigos, o atrapado en la axila rasurada de un vil demonio callejero, cada vez que me aventuro de adentro hacia afuera, con afán narrativo, lo que sale de mi boca es únicamente para mi consumo. ¿Seré mismófago? ¿O autófago? ¿U ontófago? 

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