Esta historia comienza como todas, es decir, con una
persona apoltronada frente a la pantalla exacerbada de lo que los españoles llaman
ordenador y el resto del mundo computadora o computador o algo por el estilo. Yo hubiera querido comenzar frente
a una Olivetti lettera 32 de color verde chicle, pero mis tiempos son como son
y no quieren parecerse a nadie. Yo mismo deseo dejar de ser cuando me miro
frente al espejo. ¿Soy o me parezco? Tal y como dicen aquellos que al sentirse
aludidos por la mirada de un espectador deciden deshacerse del bochorno de
sentirse mirados. Y de esa manera antipática también yo soy. Cuántas veces he
respondido a tus miradas con la brutalidad del ensoñado que se dice a sí mismo
que su mismidad es distinta. “No soy como nadie más”, me persuado, pero con un
par de copas mi fachada se viene abajo y terminó deshecho o hecho nudos en la
cama de un hotel de poca monta, debajo de lindas sábanas de humo y la mirada
atónita o desvergonzada de quienquiera que me acompaña. En situaciones así tus
besos me saben a agua muerta, o quizá sólo los recuerdo como occipitales
charcos de agua sin vida porque mi memoria es corrupta y poco imaginativa. En
cambio, tus ojos en situaciones así no son líquidos sino tierra bailarina que
se disfraza de polvo idéntico al que hace una pelota de futbol cuando rebota en
una cancha llanera. Por eso pienso que esta historia comienza como todas, es
decir, con el libre designio de hacerse pasar por escritor, pero a
medida que las letras se amontonan y la memoria no da para más, lo que fue un
noble comienzo termina por diluirse en la coladera de los intereses. Quien
comienza también quiere terminar. Y eso mismo es lo que me mantiene dubitativo
frente a la lívida pantalla de mi ordenador, mientras imagino que estoy sentado
en una banca del Parque del Retiro.
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