jueves, 18 de abril de 2013

Prólogo a “Una lectora"


Esta historia comienza como todas, es decir, con una persona apoltronada frente a la pantalla exacerbada de lo que los españoles llaman ordenador y el resto del mundo computadora o computador o algo por el estilo. Yo hubiera querido comenzar frente a una Olivetti lettera 32 de color verde chicle, pero mis tiempos son como son y no quieren parecerse a nadie. Yo mismo deseo dejar de ser cuando me miro frente al espejo. ¿Soy o me parezco? Tal y como dicen aquellos que al sentirse aludidos por la mirada de un espectador deciden deshacerse del bochorno de sentirse mirados. Y de esa manera antipática también yo soy. Cuántas veces he respondido a tus miradas con la brutalidad del ensoñado que se dice a sí mismo que su mismidad es distinta. “No soy como nadie más”, me persuado, pero con un par de copas mi fachada se viene abajo y terminó deshecho o hecho nudos en la cama de un hotel de poca monta, debajo de lindas sábanas de humo y la mirada atónita o desvergonzada de quienquiera que me acompaña. En situaciones así tus besos me saben a agua muerta, o quizá sólo los recuerdo como occipitales charcos de agua sin vida porque mi memoria es corrupta y poco imaginativa. En cambio, tus ojos en situaciones así no son líquidos sino tierra bailarina que se disfraza de polvo idéntico al que hace una pelota de futbol cuando rebota en una cancha llanera. Por eso pienso que esta historia comienza como todas, es decir, con el libre designio de hacerse pasar por escritor, pero a medida que las letras se amontonan y la memoria no da para más, lo que fue un noble comienzo termina por diluirse en la coladera de los intereses. Quien comienza también quiere terminar. Y eso mismo es lo que me mantiene dubitativo frente a la lívida pantalla de mi ordenador, mientras imagino que estoy sentado en una banca del Parque del Retiro.

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