sábado, 20 de abril de 2013

HISTORIA DE UN LIBRO de M. Ana Diz



Sin cazador, los ciervos de M. Ana Diz

Es un poemario de color blanco ahuesado, quizás marfil. Un título evocador, esquivo: Sin cazador, los ciervos, publicado en la Colección Thalassos de la editorial barcelonesa PPU. Conocí a M. Ana Diz sólo durante unos minutos en el Centro Rey Juan Carlos de Nueva York. Me comentó que era bonaerense. También me dijo que le había gustado algo que yo había dicho esa noche, algo como: “Miro una roca y en su inmovilidad hallo el rugido de un león flaco”. La idea de un león flaco siempre me ha llamado la atención. Pienso que su flacura se debe a que su leona le ha dicho que si quiere comer que lo mejor es que salga él mismo a cazar. Ya saben, las leonas salen de cacería y los leones, afamados huevones, se quedan aguardando bajo la sombra de un baobab que les lleven el mejor pedazo de carne hasta la sombra: comen primero, rugen, y no lavan nunca su plato: león: padre de familia: objeto de rebeliones y temores metafísicos. 

Desde el título, el poemario de M. Ana Diz me recuerda a mi león flaco: no hay cazador (o cazadora), así que el león se queda bajo la sombra de su baobab rumiando la decepción enclenque de la realidad; la leona, sin cazar, es un misterio. Los ciervos se aburren en una libertad libre del terror, tan necesario para ellos, que el cazador les infunde. Subversión social y familiar, subversión a cuentagotas, subversión disfrazada de calma y silencio.

M. Ana Diz y yo intercambiamos nuestras direcciones de correo electrónico en Nueva York y unas semanas después recibí de manos del cartero Sin cazador, los ciervos. La autora, bonaerense, vive en Nueva York. Tras comenzar a leer el poemario descubrí que se trataban de poemas profundamente neoyorquinos, como ocurre, aunque de manera velada, en “Si yo fuera otoño”. Aquí el rey de la selva, omnímodo, se multiplica:


“sería leones al acecho
y mis ojos pensarían
en sangre entre los dientes.

Si fuera otoño, yo te pediría,
como Abraham a su hijo, que me hicieras
un guiso rojo de lentejas”.     


La imagen de los “leones al acecho” sugiere la revuelta de las leonas. ¿Qué acechan los leones? ¿El bocado que se llevarán a la boca o la carne rasgada y castigada de las leonas? Pero el león, una vez que cruza el tamiz de la esperanza, se domestica, se pone el mandil, toma la cuchara de madera y se mete a la cocina a preparar un “guiso rojo de lentejas”. El león se convierte en ciervo: siervo. La sangre, empero, no la puede trascender ni quien cocina ni quien manduca. La sangre lo domina todo, desde el carmín que salpica el blanco de los dientes hasta la salsa espesa donde las lentejas nadan en hervoroso solaz. Claro, no hay duda para mí, se trata del atardecer de un otoño neoyorquino observado desde la ventana de una cocina… Atardecer ansioso por diluirse en los vapores de una olla donde un puño de lentejas burbujea bajo la promesa de saciar un hambre bíblica. 

Leones al acecho al pie de los rascacielos de Manhattan o bajo los puentes del metro del Bronx. La idea de un grupo de felinos licenciosos me remite a una novela que leí hace muchos años, publicada por Anagrama, cuyo autor y título he olvidado. El personaje principal era un fotógrafo español de nombre Max, que viajaba a Martinica por un motivo que tampoco recuerdo. Lo que sí recuerdo es algo que aparece en los primeros párrafos de la novela, una imagen: un tigre corriendo por las calles de Roma, fugitivo del zoológico de la capital italiana. Leones en Nueva York. Tigres en Roma. Hervores, lentejas, ciervos sin su cazador y un poemario, impreso en papel de ¿cien gramos? conqueror, que recibí por correo postal. Un poemario cuyas hojas palpo en este momento:


“Una raya en la tierra,
una piedra que diga 
que aquí una vez descansó un cuerpo
y se aquietó una mano” (p. 40)


Pinto mi raya y mientras calibro el peso de Sin cazador, los ciervos, sin dejar de admirar la albura marfileña de su portada, cierro los ojos y dejo que mis dedos se desprendan del teclado y se internen en la inmovilidad vaporosa del recuerdo: las lentejas que mi madre preparaba las tardes frías de otoño... 

  

1 comentario:

  1. Creo que fui estudiante de Ana Diz a principios de los 90. Supongo que es la misma Ana Diz que enseñaba en Lehman. En su clase leí El Quijote. Bueno ver que ella escribe.

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