domingo, 27 de octubre de 2013

Confesa resistencia al diario resistir, la confesión

Confesión de una calle de 
Lisboa, muchos años atrás.


¿Qué es una confesión? ¿Quién la practica? ¿Se trata de un género arraigado en suposiciones falsas, memorias, rencor fundido en la necesidad de una absolución inmensa? ¿Será que quien confiesa resiste el orden que la realidad, con o sin violencia, sugiere en su diario transcurrir? ¿O la confesión es una forma de ejercer un control desmedido sobre los potenciales interlocutores? ¿Es la total indefensión? ¿Un punto intermedio entre voluntades distintas? ¿Es la anulación del diálogo? ¿Quizás el triunfo absoluto del monólogo convertido así en único medio de apresurar el trago de la certidumbre? ¿Confesión?




Confesión. I.

Aquella noche, in limine, en conciliábulo
ominoso con camaradas niños que deshacían
con alegría las reglas impuestas por los adultos que se hacían llamar nuestros progenitores, en un lugar que por vulgar omitiré revelar el nombre, aquella noche
salimos en busca de las chispas aburridas de un cementerio luminoso.
Una cosa, empero, tengo que confesar:
el misterio no llegó y las luces prometidas nunca parpadearon frente a mis ojos,
un solo recuerdo
nimio
catapultado por la inocencia trajinera de la edad, tendría seis u ocho años,
un destello en la memoria, imagen verde materializada en un silbido,
hizo que mis piernas saltaran, doblegadas,
hacia el punto de partida. Regresé… Crucé al galope,
sin mirar hacia los dos lados, ni cerciorarme del color del semáforo, como mis padres tanto insistían. El salto se convirtió en carrera verde, luego amarilla, y a un segundo estuvo de terminar
en enfrenón, borroneo gomoso del neumático en el asfalto,
golpe seguro y seco,
quizás gritos o grito,
ceguera y vuelo de mi cuerpo por el aire nocturno de una ciudad que llamo mi ciudad y frente a la mirada, a mis espaldas, de dos camaradas niños que, justo después de evitar el mortal golpe, lanzaron la roja amenaza de contar a mis progenitores lo ocurrido.
No hubo golpe
ni cementerio
ni confesión
ni el enfado de mis padres. Evité el golpe y ahora, después de más de veinte años, el recuerdo de aquella noche me delata, por vez primera, ante la mirada incógnita de unos pocos lectores.
Eso ocurrió, confieso.










 

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