martes, 8 de octubre de 2013

MUERTE DE UN HOMBRE INMADURO



FUIMOS A TIJUANA sólo porque Marina insistió durante un mes entero, de la noche a la mañana, sin tregua, hasta el punto de exasperarme a tal grado que la muerte me pareció más apacible y deseable que su insistencia escabrosa en hacerme regresar a una ciudad que había jurado no volver a pisar. 
          La noche que acepté hacer el viaje estaba frente al espejo del baño, con el cepillo de dientes hundido en el interior refrescado de mi boca, en ese momento rebosante de espuma de un sabor mentolado. Escuché la voz de Marina a escasos centímetros de mi oído izquierdo, susurrando ad infinitum “vamos a Tijuana, vamos a Tijuana, vamos…”, un susurro tan iterativo y agobiante que no sería inadecuado que el lector imaginara, sin mucho esfuerzo, un cuadro en el que Marina, en todas las situaciones imaginables, entona en el centro de mi oído la cantaleta de “vamos a Tijuana, vamos a Tijuana”: por la mañana, apenas un instante después de abrir los ojos: mientras mastico la tostada con mermelada que siempre me tragaba durante el desayuno: bajo el chorro febricitante de la regadera: detrás del volante de mi Volkswagen en dirección a la oficina: mientras observo el monitor iridiscente de mi computadora: mientras orino: mientras hacemos el amor: mientras intento dormir: etcétera, etcétera.
          ¿Qué me conminaba a no ceder a la petición de Marina? Esa es una historia tan larga y compleja que no voy a contarla aquí. Sólo debe tenerse en cuenta que mis razones estaban fundadas en un imperativo inexcusable (que Marina obviamente desconocía), en el que estaba cifrado mi destino: una ruleta rusa en la que era mejor no participar ni asomarse.
          Llegamos a la estación de autobuses unos minutos antes de la medianoche. A Marina no le importó que hiciera reservaciones en un horario tan inusual, desde la noche que le dije: “Carajo, está bien, vamos a la chingada Tijuana”, se había comportado con una solicitud y afecto inusitados, y eso que teníamos tres años de casados. Marina había cambiado su actitud radicalmente, por eso cuando tuve que volver a pisar La MiniDeFectuosa (así le dicen a Tijuana), una especie de tranquilidad confiada se había apoderado de mis pasos, a tal punto que no me importó caminar con la maleta a rastras hasta el centro de la ciudad.
          Nos alojamos en la Pensión Carolina, es decir, en una carbonera con un baño bien apestoso que se adaptaba de manera extraordinaria a mi tacañería. Marina no interpuso ninguna objeción, estaba contenta, el solo hecho de haberme convencido de hacer el viaje la satisfacía y era evidente en su comportamiento. Tampoco le importó que cenáramos en la taquería de la esquina, todo indicaba que su actitud se había aposentado en un estoicismo sin precedentes, al menos yo no la conocía de esa manera, y lo que en un principio me produjo tranquilidad, con el paso del tiempo comenzó a minarme por dentro, a irritarme, pues yo no era precisamente un monumento a la madurez o a la inteligencia, y aquella actitud de solaz y medida templanza que Marina practicaba conmigo hacía que afloraran mis más recónditas frustraciones. Por eso cuando tuve que enfrentarme con lo irremediable y el cabrón de Milorad apareció en la puerta de la pensión, como si yo fuera carroña fresca y él un horrendo zopilote presto a zamparse mi podredumbre, estaba tan cansado de la garrulería de Marina que ni siquiera me inmuté ante la mórbida presencia de Milorad.
          Antes de aquel día, lo había visto en dos ocasiones. Era un tipo enjuto con la cara tapizada de arrugas, cabello corto y cano, barba partida, cuya destreza para terminar con la vida de los seres humanos era casi providencial. Creo que era Ruso, pero la verdad nunca supe de dónde venía, podría haber sido Croata o Bosnio o hasta Búlgaro; camuflaba sus orígenes, de eso no cabía la menor duda, y como además siempre se le escuchaba hablar en un inglés parco y muchas veces ininteligible, era casi imposible precisar su procedencia. 
          No intenté escapar ni hice ningún pancho, y con una señal mansa de los ojos le di a entender que dejara a Marina fuera de aquella situación. Milorad meneó la cabeza de manera afirmativa, así que aún tuve tiempo de subir las escaleras con Marina hasta el tercer piso, lapso (posiblemente el último de mi vida junto a ella) que transcurrió entre su perorata vivaz, algo sobre la Feria de las Californias, y la idea fija e inminente de que Milorad estaba esperándome abajo para matarme.
          Si Marina hubiera estado enterada de que los pasos de la muerte me acechaban, estoy casi seguro de que se hubiera arrepentido de insistir tanto para que fuéramos a Tijuana. "Mejor quedarnos en Hermosillo, amor, aunque sea una mierda…", hubiera dicho con un tono meloso, pero no por eso carente de sinceridad.
          Cuando entramos a la habitación, le dije que me había olvidado de comprar un Jarritos de tamarindo. "Pero si puedes beber agua, amor", respondió con desenfado, mientras me extendía la botella que tenía en la mano. Le di a entender, como pude, que el agua no me apetecía en ese momento y salí de la habitación con la consigna de regresar con mi Jarritos y unos cacahuates japoneses para ella.
          Milorad estaba de pie frente a la recepción, con las manos en los bolsillos de su maquinó, como si de verdad hiciera en junio tanto frío en Tijuana… Salimos a paso solazado, uno al lado del otro, y tan pronto como encontramos una calle lateral desierta dimos vuelta y aminoramos el paso. A media calle nos detuvimos. Milorad me miraba a los ojos, por eso pude ver que en los suyos no había nada, ni una sombra. Yo, en cambio, miré medio azorado hacia ambos lados de la calle, para percatarme de que estábamos en realidad solos. 
          Todo ocurrió muy rápido, con la velocidad de una flatulencia, porque en el momento que volví a mirar a Milorad ya estaba halando el gatillo de su automática con silenciador de cromo. Cuando caí al piso (esperó que mi carne se acomodará con todo su peso sobre la acera), me dio un ligero puntapié, para cerciorarse del efecto mortal de la bala. Luego me dio el tiro de gracia, yo creo que más por costumbre que por dubitaciones de la profesión. Se alejó con pasos rápidos y firmes, las manos hundidas en los bolsillos de su maquinó, y ya no lo volví a ver.



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