lunes, 30 de diciembre de 2013

Confesa resistencia al diario...


Llegué a la Gare d'Austerlitz a las siete de la mañana procedente de la Estación de Sants de Barcelona. Estaba nublado y lo primero que hice fue buscar con el olfato al Sena, persuadido, como tantos otros, por mis lecturas de autores franceses decimonónicos: Gautier, Baudelaire, Rimbaud, Huysmans... Cuando miré las aguas rancias y grises del Sena por primera vez, saboreando la quiche de espinacas que había comprado en un mercadillo a un lado de la estación de Austerlitz, no imaginé que iba a recorrer, de sur a norte, ese río lánguido todos los días durante una larga temporada. Mis esperanzas no tardaron en desvanecerse, igual que mis ahorros, ignorante de que el París al que llegaba hacía muchísimo tiempo que había desmenuzado y digerido la poesía: lo que llevaba en el bolsillo apenas me duró para medio comer unos días; de pronto, ansioso y aterido por la imposibilidad de encontrar a un amigo cibernético que había prometido proporcionarme alojamiento, me acostumbré a tumbarme a dormir en los parabuses cerca de la estación de Austerlitz. Así fue como dormí aquella larga temporada, mi primera en París, aferrado, con maña, a la evasiva de regresar a México antes de lo proyectado... Me apreté a la calle, que fue fría y poco amable, por dos motivos: el primero, que no sabía si iba a poder regresar a París otra vez, la oportunidad estaba frente a mí, no como la deseaba, pero ahí estaba; el segundo motivo, pues que a mis veinte años ya tenía ciertas pretensiones literarias, por lo que la calle parisina me pareció en aquel momento una etapa forzosa en el largo camino de la escritura. Esto es una falacia, o creo que es una falacia, lo de la calle y la escritura... Además, durante todo el tiempo que trajiné de la Gare d'Austerlitz a la Gare du Nord, no escribí nada, no pude escribir nada. Transcurría casi todo mi tiempo domando el hambre, que había afincado su residencia de manera permanente en mi cuerpo, dormitando en las bancas de jardines y parques, y acostumbrado, con enfermiza inocencia, a no perder mis pertenencias, que, resumidas, resumo así:

-Lo que llevaba puesto:
botas, 
pantalón, 
camiseta,
reloj de pulso
y suéter abrigador.

-Una mochilita azul marino, adentro: 
una vieja cámara fotográfica semiautomática Minolta de 35 mm (reliquia familiar), 
cepillo y pasta de dientes,
rastrillo y jabón, 
frasco de crema para las manos,
una toalla
y una camisa del París Saint-Germain.


La toalla de poco me sirvió, pues en varios meses sólo pude ducharme una vez, justamente en los baños/regaderas de la Gare d'Austerlitz, estación que se convirtió en mi punto de autoencuentro. (Una noche, ya cuando comenzaba a hacer frío, más flaco que una vara y más solo que un encabronado aullido, invadido de desesperación, en aquel momento con un hambre incisiva y deseoso de dormir en una cama, cansado de llevar mi mochilita azul en la espalda como un soberano pendejo, desilusionado del Sena y Notre Dame, abandonado frente a mi propia arrogancia juvenil, delirante al punto de creer que todos mis problemas y mi falta de sueño se debían a mi diario ejercicio de cargar la toalla y el frasco de crema, los tiré a la basura, en uno de esos contenedores de acero estilizado que hay en los pabellones exteriores del Louvre. Me quedé sin toalla y sin crema para las manos, y quería culpar a alguien, pero no tenía muchas fuerzas para pensar, así que caminaba y miraba, a ratos, las aguas grises del Sena y la torre esa famosa que despuntaba en la distancia infalible de París). Conocí sólo a dos personas, Kanu, un nigeriano que buscaba la manera de ir a Madrid a reunirse con su hermana (quien le ayudaría, según él, a encontrar trabajo, pese a que no sabía ni siquiera decir "hola" en español) y a Rafelito, un dominicano que se unió a Kanu y a mí durante sólo una noche; la historia de Rafaelito es breve así que la contaré: Kanu y yo estábamos sentados, dormitando, en la estación de Austerlitz y el tal Rafaelito, vestido de límpido blanco, aguardaba desesperado junto a nosotros. Llevaba tanto tiempo sin hablar en español con alguien que no fuera yo mismo, que me animé, por su apariencia, a preguntarle si hablaba español. Me explicó con rapidez que había llegado a París por la tarde y que a las cinco de la mañana tenía que tomar un tren para ir a España, según él a pasar unas vacaciones que iba a sufragar con lo que obtuvo tras la venta de su coche allá en la República Dominicana; describió el auto como un tremendo sedán con toda clase de añadiduras apantallantes: alerones, un estéreo con gran sonido, llantas más redondas que el planeta Tierra, etcétera... En fin, que el pinche Rafaelito iba a estar ahí por unas cuantas horas, así que esperaba, impaciente, deseoso de llegar a Madrid para comenzar con las vacaciones de su vida, porque, como dijo un par de veces, su sueño era conocer la capital española. Le pregunté si había estado antes en París, negó, y sin dilaciones le propuse llevarlo, por lo menos a que mirara Notre Dame y el puto río Sena, a cambio, claro, de que nos comprara a Kanu y a mí un bocadillo de jamón y una rebanada de pizza. Cruzamos el Bulevar del Hospital, conseguimos las provisiones, y encaminamos a Rafaelito hacia Notre Dame (nos hicimos una foto en el camino, adjunta abajo)... La historia de Kanu es más compleja, por eso no la contaré en este momento: pasamos juntos varias semanas, lo encontré, también, en la estación de Austerlitz, y le ofrecí un pedazo de chocolate y un trago de leche (mi desayuno-comida-cena del día), tomó el chocolate y rechazó la leche. Hablábamos en un inglés difícil, era común que no nos entendiéramos, y siempre caminaba detrás de mí: lo esperaba, le decía que caminara junto a mí, asentía, pero progresivamente me perdía el paso hasta recobrar la distancia que nos separaba en nuestras caminatas cotidianas. Mi triunfo fue hacerlo beber leche... Toda esta confesión viene hoy a cuento porque hallé, otra vez, fotografías viejas en el interior de un libro en la casa de mi madre, esta vez de Georges Perec (qué manía la de esconder fotos en los libros, y es obvio que mis padres no hojean los libros que dejé atrás...).

Ahí estoy con mi camisa del París St.-Germain, Kanu sentado y Rafaelito de blanco.










martes, 10 de diciembre de 2013

III. Confesa resistencia al diario resistir

Desde hace algunos días no para de llover ´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´´ el agua escurre por las canaletas del tejado, puedo escuchar los chorros caer y deshacerse en los alféizares, embarrarse en los vidrios de las ventanas, y me parece que se trata de una lluvia que nunca cesará, como aquella que me recibió en Portland hace ocho años, una noche deformada por el tedio de la espera, que poco a poco me empujaba hacia una oscuridad húmeda, rayada por las agujas sesgadas que caían de un cielo pardo, donde ni las nubes ni el atisbo de la divinidad lograban hacerse un hueco. Recuerdo otras lluvias, chubascos, chaparrones, tormentas, lloviznas, resbalones sustanciosos sobre el cemento bruñido de una cancha de basquetbol de una periferia de la ciudad de México, pero viene a mi memoria en este instante, como dulce tormento, o canción de cuna que oprime el pecho, una noche, la última, que pasé en Playa del Carmen, cuando pensaba que mi juventud era inagotable y, por tanto, podía arrogarme el falso lujo de aprovecharme de ella. No recuerdo el mes, o quizás sí lo recuerdo pero no quiero mencionarlo, desde el terrario, colonia, llamado El Ejido, habíamos corrido hasta el mar, una noche lluviosa que, empero, dejaba ver en la distancia la lumbre artificiosa de Cozumel. No recuerdo quién tuvo la idea, en situaciones como aquella eso deja de importar, el caso era que nos sumergíamos en el agua, turquesa ante la luz del sol, negra bajo el reflejo mortecino de la luna ausente, dejando que nuestros cuerpos flotaran en un mar picado de granos de lluvia, semillas, acaso, que se estrellaban en nuestro rostro sin dejar cicatriz evidente aunque profunda. Quise imaginar que un tiburón nos iba a tragar, mejor que nos hubiera tragado, o me hubiera tragado, para llevarme a las profundidades marinas en partes, destrozado, semilla yo mismo, carmín disuelto entre aguas dulces y saladas, pero mi imaginación fue un débil aleteo que sucumbió al influjo de mis ansias, nuestras ansias, por salir de aquellas aguas en una sola pieza, de cuerpo entero, de esperanza compacta y juvenil. Al día siguiente, temprano, nos subimos a un autobús ADO y tras veinticuatro horas llegamos a la ciudad de México, regresamos, armados con un poco de valor, con pesos suficientes para subirnos a un avión hacia ese lugar que llaman la ciudad de las luces. Llegamos a París de noche, colmados, aún flotando sobre el mar picado de Playa del Carmen, con las pupilas inflamadas por la lumbre nocturna de Cozumel. Nos separamos, después de un tiempo, que en la memoria parece breve, pero luego yo también regresé, convertido en un nosotros, es decir, acompañado, inundado de otras luces, de otros silencios, con una esperanza novedosa, delirante hasta el día de hoy en que he apretado demasiado mi puño y la luz revienta en innumerables esquirlas que, ahora, después de ires y venires casi anecdóticos, se transforman lentamente en una lluvia nueva, en un llanto que convoca la memoria de una noche transcurrida, boyando, sobre el agua tibia del Caribe mexicano, bajo una tormenta que aún cae, dócil, en un rostro cubierto de juventud desfigurada: 
                          
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domingo, 1 de diciembre de 2013

Fraternidades y sororidades: ¿honor, privilegio o lastre social?

La fraternidad Alpha Phi Omega en pleno arranque de orgullo


Sólo hasta hace poco (por mi daltonismo e hipermetropía sociales) comencé a notar ciertas particularidades que me llevaron a inquirir sobre la naturaleza de las famosas fraternidades y sororidades de UNC-Chapel Hill, institución que está catalogada como una de las cinco mejores universidades públicas de la nación. Algo muy concreto llamó mi atención: la gran mayoría, por no decir que la totalidad, de los miembros de estas cofradías universitarias son jóvenes blancos. Las fraternidades y sororidades de las universidades estadounidenses son un fenómeno interesante no sólo en términos de entretenimiento académico o de cultura pop norteamericana. Los nombres de estas organizaciones sugieren muy poco sobre el orden interno que las rige, de modo que Tau Kappa Epsilon o Sigma Phi Epsilon, más allá de la referencia al alfabeto griego, no dice nada con respecto a lo que ocurre en el interior de las fraternidades y sororidades más famosas en el ámbito universitario estadounidense. 

Tras una exhaustiva investigación en los sitios web de algunas de estas fraternidades y sororidades, descubrí que no cualquiera tiene el privilegio de ingresar a este ámbito fraternal elitista regido por los intereses socioeconómicos y la banalidad. Mis sospechas fueron confirmadas tras un encuentro casual con un profesor universitario argentino que fue miembro de la prestigiosa Kappa Sigma. Después de relatarme su experiencia y sus impresiones en la conocida fraternidad, Be Efe (seudónimo) me pidió que no revelara su nombre ni su ciudad de origen, salvo que es argentino y que llegó a Estados Unidos con una beca deportiva y el propósito de obtener una licenciatura en Administración de Empresas. Después ya no pudo, o no quiso, regresar al Cono Sur y terminó enfrascado en estudios de postgrado primero en Hawai y luego en Chapel Hill, donde en la actualidad labora.
          
Be Efe, cuyos ojos azules se mueven con nerviosismo, declara sin rodeos que no es fácil ingresar a una de estas fraternidades, y menciona dos factores que son esenciales para que la postulación de un candidato prospere. Como todas las esferas sociales elitistas, las fraternidades reciben con agrado a gente que proviene de familias adineradas, mejor si tienen amistades o relaciones familiares históricas con la fraternidad. Siempre ayuda a un graduado del bachillerato que su padre, actual gerente de una empresa importante, haya sido miembro de la casa: el nepotismo se celebra y hasta cierto punto se exige. Lo que a mí me parece “un club privado”, a Be Efe se le figura un sistema de relaciones sociales donde se reparten privilegios y se decantan amistades que harán que los miembros de las fraternidades obtengan un trabajo estable al completar sus estudios.
             
Con una sonrisa socarrona en el rostro, aderezado con su acento argentino, Be Efe me confiesa que estas fraternidades también son microinstituciones de segregación social. Y añade que para poder ingresar, además de tener dinero o un apellido influyente, otro requisito indispensable es ser blanco, y añade que es una gran hipocresía pensar que la sociedad estadounidense es post-racista o que ha trascendido las desigualdades socioeconómicas que aquejan a las mal llamadas “minorías” del país. A mi pregunta de quiénes seleccionan a los iniciados, la respuesta de Be Efe es simple: los mismos miembros eligen a las nuevas camadas con base en sus intereses y preferencias como grupo de élite social, y agrega que en realidad quienes integran estas selectas casas no han hecho méritos y posiblemente tampoco son individuos brillantes con un intelecto privilegiado. Be Efe describe al miembro promedio de las fraternidades de prestigio como chicos gregarios, proclives a las festividades, al alcohol y al consumo mesurado de drogas, con convicciones políticas conservadoras, blancos y con dinero familiar, que no se esfuerzan demasiado porque ya tienen el futuro asegurado. Un estudio de 2006 publicado en el American Journal of Economics and Sociology demostró que la competencia académica y las calificaciones de los miembros de una fraternidad o sororidad están por debajo de los estudiantes que no pertenecen a una de estas organizaciones; sin embargo, los miembros de las fraternidades y sororidades encuentran un trabajo bien remunerado con mayor rapidez.
       
Algunos pueden argüir que al tratarse de “organizaciones privadas” los miembros pueden establecer sus propias reglas. Estoy de acuerdo, lo único que llama mi atención es que en un país tan orgulloso de su sistema meritocrático, donde las universidades celebran los logros de cualquier calibre tanto de profesores como de estudiantes, existen fraternidades de prestigio que justo en la nariz de las instituciones universitarias burlan este principio tan hipócritamente difundido. Hay también fraternidades y sororidades para minorías, pero ya en el nombre y en el enfoque mismo de estas organizaciones se sugiere su naturaleza de choque y, hasta cierto punto, también de resistencia. Además, que hayan organizaciones para minorías no mitiga el hecho de que en las fraternidades y sororidades de prestigio, donde se reparte el pastel con más crema, la holgazanería de sus miembros sea recompensada y celebrada.
            
Camino junto a Be Efe a lo largo de una famosa avenida de Chapel Hill, donde se suceden casas de tres plantas que pertenecen a fraternidades y sororidades conocidas. Nos detenemos un momento frente al porche de una casona con un jardín impecable; en el vado hay tres automóviles BMW casi nuevos. La escena es digna de ser plasmada en una pintura realista norteamericana: un grupo de chicos, en su mayoría rubios, con la piel rosada o pálida, juega una variedad estadounidense de la petanca. Visten polos, pantalones cortos tipo caquis, zapatillas de esas que llaman de pescador; todos sostienen una cerveza en la mano y sueltan carcajadas tan grandes como el cielo. Le pregunto a Be Efe si yo hubiera podido ser parte de tan amable pintura. Sonríe, sarcástico, y me responde que lo más probable es que no, porque no soy muy blanquito que digamos… 


lunes, 11 de noviembre de 2013

II. Confesa resistencia al diario resistir, la confesión

Y comenzó con una ballena varada en una playa holandesa… Después devino la elocuencia de una fotografía, donde el pragmatismo lúdico humano salpica con su presencia el cuerpazo prehistórico del mamífero en cuya panza hallaron demasiados kilos de plástico, polímeros sintéticos ((hijos bastardos del petróleo)). La enorme evidencia de la infamia: un dedo macroscópico señalando hacia la nefasta nutrición de una ballena amanecida muerta en la costa de Helling. ¿Dónde chingados está Helling? Entonces la búsqueda y la respuesta tras unos cuantos golpes en el teclado. Falsa erudición. Conocimiento instantáneo. Memoria enclenque que retiene apenas unas cuantas instrucciones, mínimas, de supervivencia privilegiada. Y emerge de la lechosa oscuridad, de la altiva ignorancia, el nombre de Hester van Nierop, arquitecta holandesa que aspiraba (((como tantos otros, yo entre los tantos))) a cruzar a Estados Unidos para buscar trabajo. Hester evitó cruzar por Tijuana, por consejo de sus padres y por la lumbre desgraciada que los cárteles de las drogas derramaban en la Minidefectuosa a finales de los noventas. Cruzó   
                       entonces, 
                                                                             por El Paso. 
                                                                             Corrijo
                                                                             Hester no cruzó, 
                 LLEGÓ A CIUDAD JUÁREZ ………………………………………………………….………………………………………………………………………………………………………… el cuerpo de Hester fue hallado debajo de la cama de la habitación 121 del Hotel Plaza Consulado de Ciudad Juárez. Muerta. Muerte enferma. Desnuda. Lo innombrable inefable radical hábito que en México aceptamos la muerte crueldad su cultura de impunidad y el temor a nombrar lo innombrable inefable radical hábito que en México abrazamos el miedo temor a la crueldad y su cultura apuntando hacia nuestra individualidad y sus extensiones familiares carnales las palabras y su falso sentido comunión encuentro fortuito entre una imagen brutal y otra aún más brutal y tenebrosa y los feminicidios de Ciudad Juárez y todo México y América Latina y Estados Unidos y el diccionario no ha incorporado la palabra “feminicidio” porque la ley de los hombres impone su impunidad.
     CONFESIÓN: También fui a Ciudad Juárez con el propósito de cruzar a El Paso y llegar así a unos Estados Unidos donde ¿las oportunidades? brillan y brillan en la noche lechosa de los recuerdos. ¿Por qué duele tanto la impunidad y su congénita deshumanización? 

))))¿qué se puede hacer con el coraje y el ardor?((((






domingo, 27 de octubre de 2013

Confesa resistencia al diario resistir, la confesión

Confesión de una calle de 
Lisboa, muchos años atrás.


¿Qué es una confesión? ¿Quién la practica? ¿Se trata de un género arraigado en suposiciones falsas, memorias, rencor fundido en la necesidad de una absolución inmensa? ¿Será que quien confiesa resiste el orden que la realidad, con o sin violencia, sugiere en su diario transcurrir? ¿O la confesión es una forma de ejercer un control desmedido sobre los potenciales interlocutores? ¿Es la total indefensión? ¿Un punto intermedio entre voluntades distintas? ¿Es la anulación del diálogo? ¿Quizás el triunfo absoluto del monólogo convertido así en único medio de apresurar el trago de la certidumbre? ¿Confesión?




Confesión. I.

Aquella noche, in limine, en conciliábulo
ominoso con camaradas niños que deshacían
con alegría las reglas impuestas por los adultos que se hacían llamar nuestros progenitores, en un lugar que por vulgar omitiré revelar el nombre, aquella noche
salimos en busca de las chispas aburridas de un cementerio luminoso.
Una cosa, empero, tengo que confesar:
el misterio no llegó y las luces prometidas nunca parpadearon frente a mis ojos,
un solo recuerdo
nimio
catapultado por la inocencia trajinera de la edad, tendría seis u ocho años,
un destello en la memoria, imagen verde materializada en un silbido,
hizo que mis piernas saltaran, doblegadas,
hacia el punto de partida. Regresé… Crucé al galope,
sin mirar hacia los dos lados, ni cerciorarme del color del semáforo, como mis padres tanto insistían. El salto se convirtió en carrera verde, luego amarilla, y a un segundo estuvo de terminar
en enfrenón, borroneo gomoso del neumático en el asfalto,
golpe seguro y seco,
quizás gritos o grito,
ceguera y vuelo de mi cuerpo por el aire nocturno de una ciudad que llamo mi ciudad y frente a la mirada, a mis espaldas, de dos camaradas niños que, justo después de evitar el mortal golpe, lanzaron la roja amenaza de contar a mis progenitores lo ocurrido.
No hubo golpe
ni cementerio
ni confesión
ni el enfado de mis padres. Evité el golpe y ahora, después de más de veinte años, el recuerdo de aquella noche me delata, por vez primera, ante la mirada incógnita de unos pocos lectores.
Eso ocurrió, confieso.










 

miércoles, 16 de octubre de 2013

LOS CHARCOS: HISTORIA DE UN LIBRO DE Jesús Bartolo

Jesús Bartolo, Aviso de ocasión. Toluca: La trucha güevona,  2008, p.29.



Kim Strong, 2010
(Detalle del interior 

de un palacio florentino)
Ya ni siquiera recuerdo en qué año fue, aunque las imágenes no han perdido ni un solo grado de nitidez en mi memoria. La cuestión es que conocí a Salvador Calva Carrasco ese año, justo cuando yo había finiquitado mi cambio de carrera: dejaba la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales para enrolarme en la de Filosofía y Letras. Todo esto en la UNAM, la única universidad (me he dicho a mí mismo en mis insomnios) a la que sería capaz de asistir en México. De muchas maneras nunca me fui de la UNAM y mi paso por otras instituciones universitarias nunca ha despertado en mí una pasión académica como lo hizo mi Alma máter. Conste que sólo terminé la prepa en la UNAM, en la ENP 3 "Justo Sierra", porque después de tres semestres también dejé la Facultad de Filosofía y Letras y ya no regresé. Durante los dieciocho meses que transcurrí en los pasillos mal iluminados y las salas de lectura de la Biblioteca Central, no conocí a nadie tan entusiasta como Salvador. Me causaba extrañeza la naturaleza de su alegría, su impulso abierto para dejarse maravillar por los estudios y la Facultad. Me enteré que venía de Guerrero, de un lugar llamado Teloloapan, y que vivía en una residencia en la Condesa para estudiantes provenientes de ese estado. Hasta donde me alcanza la memoria, nunca lo encontré sin la compañía de su perenne sonrisa, nadie tan feliz, o al menos sonriente, como Salvador. Recuerdo con claridad un encuentro: era sábado y yo estaba en la Facultad porque tomaba el curso obligatorio de escritura del profesor José Antonio Rosado, escritor publicado e hijo de un famoso compositor emigrado de Puerto Rico. Yo estaba afuera de la biblioteca de la facultad, en sábado casi desierta, concentrado en la pueril y afectada admiración de una serie de charcos esparcidos con delicia bajo las jacarandas de las jardineras de la Facultad. Miraba los charcos con el propósito de observar el reflejo del cielo en el agua estancada de la lluvia de la noche anterior. Lo mío era el gesto de un facineroso con pocos deseos de hacer el camino de regreso a casa. No recuerdo bien de dónde salió, pero de repente tenía a Salvador a mi lado, sonriente como siempre, y su pregunta fue inevitable: "¿Qué estás haciendo?" Me saqué algo de la manga, o aderecé el estado de la cuestión, y respondí que intentaba aprender a mirar la realidad a través de los reflejos. Al poco tiempo Salvador también miraba los charcos con cierta incredulidad; incluso, en cierto momento afirmó que había visto algo, un atisbo de cielo o un jirón de nube. Después se marchó y yo me quedé de pie frente a los charcos, absorto en el reflejo opaco de un cielo azul poblado de nubes. 
          
Un día en la casa de mi mamá, mientras hurgaba en un baúl donde se amontonan cuadernos y papeles que mis padres dicen que me pertenecen, hallé una postal plegable que compré en Barcelona para Salvador, creo que en 2003 o 2004. Es una vista aérea de Ciudad Condal; en el interior escribí una nota melindrosa: "Un recuerdo de Barcelona para Salvador Calva, -Francisco". Nunca entregué la postal a su destinatario. Se me fueron las ganas, sin causa aparente, de darle a Salvador la cartulina con la foto de Barcelona, quizás porque habíamos dejado de conversar o tal vez porque tuve la impresión de que Salvador se había distanciado y evitado nuestros encuentros de manera deliberada. En fin, que la postal ha quedado enterrada en un baúl junto con otros papeles de aquellos años, entre los que encontré el mismo día que hallé la postal, por azar o destino, la copia mecanografiada de un trabajo de Salvador de la clase de Introducción a la Lingüística que impartía el Dr. Del Moral. Hojeé el ensayo, creo que trataba sobre la historia del español, y con suspicacia descubrí que estaba firmado por "Salvador Calva Carrasco". No puedo negar que me entró curiosidad, desde la última vez que lo había visto y el día del hallazgo quizá habían transcurrido ocho años, así que sin demoras guglié su nombre. Me topé con un blog que afirmaba pertenecer a SCC titulado, si mal no recuerdo, Obsesiones secretas. El título, por el trato que había entablado con Salvador, me pareció poco acorde con la personalidad del joven de Teloloapan. En el blog no había muchas entradas y era evidente que su autor no le profesaba una obsesión continua; sin embargo, a través de este medio fue posible hallar un correo electrónico de contacto, peculiar también: olvidamicorreo@hotmail.com.
        
Envié un mensaje y en realidad no recuerdo cuánto tiempo demoró la respuesta, si fue casi inmediata o se llevó sus buenos meses, pero el efecto esperado surtió efecto, porque de pronto había logrado establecer contacto con el estudiante de Guerrero con quien un sábado por la mañana había mirado charcos con el deseo de encontrar un atisbo de la realidad. Al parecer el gusto por el encuentro a través de correo electrónico fue mutuo. Intercambiamos mensajes con espaciada regularidad, escanciando referencias sobre nuestras vidas actuales y los caminos que nos habían llevado al siglo XXI. Me enteré que estaba en el proceso de escritura, al parecer interminable, de su primer libro de cuentos y que iba a terminar pronto la maestría en la UNAM. (En mi memoria hay también un encuentro extraño, anterior al hallazgo de la postal en el baúl. Creo que fue en diciembre, o quizás junio, no sé, pero yo estaba en una estación de autobuses con Kim, mi mamá y mi hermano, aguardando la salida del siguiente ADO a Oaxtepec, cuando de repente vi pasar a Salvador con una chica de quien nada recuerdo. Salvador me miró con cierta sorpresa, que fue recíproca, y de manera casi maquinal me puse de pie y fui a encontrarme con él. El intercambio de palabras fue breve, sin abandonar la sorpresa, la extrañeza quizá, y con el mismo paso maquinal regresé con mi familia, a cuyas preguntas respondí con un seco y sonriente "Es un excompañero de la Facultad de Filosofía y Letras, es de Guerrero...").
          
Un diciembre, como ya es costumbre, hice el viaje a la Ciudad de México. Uno de los pendientes con los que llegaba a mi ciudad natal era entrevistarme con Salvador. Así ocurrió una noche decembrina, a las puertas del Palacio de Bellas Artes. Al principio no surgieron muchas palabras entre nosotros, con cierta dificultad le entregué un par de libros, o quizás tres, de Editorial Paroxismo. Caminamos de manera desordenada, sin destino predecible, un poco desorientados por la noche y el sentimiento extraño de ver a una persona a la que no pensabas volver a encontrar. Creo que por petición mía terminamos en el Café de Tacuba, en una de las mesas del fondo, entre botellas de cerveza y una conversación volátil y efusiva. Le conté las mismas historias, que sé ya casi de memoria, sobre mis aventuras, viajes y recuerdos nebulosos de la Facultad. Llegó la hora de partir y con ello el compromiso de volvernos a encontrar en Estados Unidos o en México. Y así ocurrió, esta vez en mayo, también de noche en el Palacio de Bellas Artes. Ex profeso había invitado también a mi amigo Daniel, antiguo profesor y conocido ya de años (a quien mencioné en mi "historia de un libro de Orlando González Esteva"). Los motivos para juntar a Daniel y Salvador en una misma mesa aún no los tengo claros, puede haber sido por mera ocurrencia, por falta de tiempo para ver a todos los amigos que tenía planeado encontrar, no sé, el hecho es que, también por sugerencia mía, terminamos en la Cantina Buenos Aires de Motolinía 21. Daniel nos alcanzó tarde, así que a la cantina llegamos primero sólo Salvador y yo. Bebimos una cerveza y fue entonces cuando me mostró la plaqueta de Jesús Bartolo que ha dado el título a esta historia. Elogió el trabajo de Bartolo e hizo hincapié en que se trataba de un poeta de Guerrero. Me dio la plaqueta, "un regalo", y poco después llegó Daniel y ya no tuvimos tiempo para hablar más de los poemas de marras. 

Leí la plaqueta de Bartolo, Aviso de ocasión, empero, no diré nada al respecto, salvo que me gustó y no me gustó. Con frecuencia pienso que la realidad que reflejan los charcos puede fijarse con más rigor en nuestra memoria que aquella que aprehendemos a través de la mirada desnuda, sin óbice alguno que se interponga entre nosotros y las formas. Esto que ahora cuento quizás no ocurrió de esta manera, quizás lo he inventado, quizás no hubo ningún encuentro y la postal de Barcelona sí la envié y llegó a su destino, tarde, de noche, como un gesto que se refleja en los charcos de las jardineras de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.     
      

martes, 8 de octubre de 2013

MUERTE DE UN HOMBRE INMADURO



FUIMOS A TIJUANA sólo porque Marina insistió durante un mes entero, de la noche a la mañana, sin tregua, hasta el punto de exasperarme a tal grado que la muerte me pareció más apacible y deseable que su insistencia escabrosa en hacerme regresar a una ciudad que había jurado no volver a pisar. 
          La noche que acepté hacer el viaje estaba frente al espejo del baño, con el cepillo de dientes hundido en el interior refrescado de mi boca, en ese momento rebosante de espuma de un sabor mentolado. Escuché la voz de Marina a escasos centímetros de mi oído izquierdo, susurrando ad infinitum “vamos a Tijuana, vamos a Tijuana, vamos…”, un susurro tan iterativo y agobiante que no sería inadecuado que el lector imaginara, sin mucho esfuerzo, un cuadro en el que Marina, en todas las situaciones imaginables, entona en el centro de mi oído la cantaleta de “vamos a Tijuana, vamos a Tijuana”: por la mañana, apenas un instante después de abrir los ojos: mientras mastico la tostada con mermelada que siempre me tragaba durante el desayuno: bajo el chorro febricitante de la regadera: detrás del volante de mi Volkswagen en dirección a la oficina: mientras observo el monitor iridiscente de mi computadora: mientras orino: mientras hacemos el amor: mientras intento dormir: etcétera, etcétera.
          ¿Qué me conminaba a no ceder a la petición de Marina? Esa es una historia tan larga y compleja que no voy a contarla aquí. Sólo debe tenerse en cuenta que mis razones estaban fundadas en un imperativo inexcusable (que Marina obviamente desconocía), en el que estaba cifrado mi destino: una ruleta rusa en la que era mejor no participar ni asomarse.
          Llegamos a la estación de autobuses unos minutos antes de la medianoche. A Marina no le importó que hiciera reservaciones en un horario tan inusual, desde la noche que le dije: “Carajo, está bien, vamos a la chingada Tijuana”, se había comportado con una solicitud y afecto inusitados, y eso que teníamos tres años de casados. Marina había cambiado su actitud radicalmente, por eso cuando tuve que volver a pisar La MiniDeFectuosa (así le dicen a Tijuana), una especie de tranquilidad confiada se había apoderado de mis pasos, a tal punto que no me importó caminar con la maleta a rastras hasta el centro de la ciudad.
          Nos alojamos en la Pensión Carolina, es decir, en una carbonera con un baño bien apestoso que se adaptaba de manera extraordinaria a mi tacañería. Marina no interpuso ninguna objeción, estaba contenta, el solo hecho de haberme convencido de hacer el viaje la satisfacía y era evidente en su comportamiento. Tampoco le importó que cenáramos en la taquería de la esquina, todo indicaba que su actitud se había aposentado en un estoicismo sin precedentes, al menos yo no la conocía de esa manera, y lo que en un principio me produjo tranquilidad, con el paso del tiempo comenzó a minarme por dentro, a irritarme, pues yo no era precisamente un monumento a la madurez o a la inteligencia, y aquella actitud de solaz y medida templanza que Marina practicaba conmigo hacía que afloraran mis más recónditas frustraciones. Por eso cuando tuve que enfrentarme con lo irremediable y el cabrón de Milorad apareció en la puerta de la pensión, como si yo fuera carroña fresca y él un horrendo zopilote presto a zamparse mi podredumbre, estaba tan cansado de la garrulería de Marina que ni siquiera me inmuté ante la mórbida presencia de Milorad.
          Antes de aquel día, lo había visto en dos ocasiones. Era un tipo enjuto con la cara tapizada de arrugas, cabello corto y cano, barba partida, cuya destreza para terminar con la vida de los seres humanos era casi providencial. Creo que era Ruso, pero la verdad nunca supe de dónde venía, podría haber sido Croata o Bosnio o hasta Búlgaro; camuflaba sus orígenes, de eso no cabía la menor duda, y como además siempre se le escuchaba hablar en un inglés parco y muchas veces ininteligible, era casi imposible precisar su procedencia. 
          No intenté escapar ni hice ningún pancho, y con una señal mansa de los ojos le di a entender que dejara a Marina fuera de aquella situación. Milorad meneó la cabeza de manera afirmativa, así que aún tuve tiempo de subir las escaleras con Marina hasta el tercer piso, lapso (posiblemente el último de mi vida junto a ella) que transcurrió entre su perorata vivaz, algo sobre la Feria de las Californias, y la idea fija e inminente de que Milorad estaba esperándome abajo para matarme.
          Si Marina hubiera estado enterada de que los pasos de la muerte me acechaban, estoy casi seguro de que se hubiera arrepentido de insistir tanto para que fuéramos a Tijuana. "Mejor quedarnos en Hermosillo, amor, aunque sea una mierda…", hubiera dicho con un tono meloso, pero no por eso carente de sinceridad.
          Cuando entramos a la habitación, le dije que me había olvidado de comprar un Jarritos de tamarindo. "Pero si puedes beber agua, amor", respondió con desenfado, mientras me extendía la botella que tenía en la mano. Le di a entender, como pude, que el agua no me apetecía en ese momento y salí de la habitación con la consigna de regresar con mi Jarritos y unos cacahuates japoneses para ella.
          Milorad estaba de pie frente a la recepción, con las manos en los bolsillos de su maquinó, como si de verdad hiciera en junio tanto frío en Tijuana… Salimos a paso solazado, uno al lado del otro, y tan pronto como encontramos una calle lateral desierta dimos vuelta y aminoramos el paso. A media calle nos detuvimos. Milorad me miraba a los ojos, por eso pude ver que en los suyos no había nada, ni una sombra. Yo, en cambio, miré medio azorado hacia ambos lados de la calle, para percatarme de que estábamos en realidad solos. 
          Todo ocurrió muy rápido, con la velocidad de una flatulencia, porque en el momento que volví a mirar a Milorad ya estaba halando el gatillo de su automática con silenciador de cromo. Cuando caí al piso (esperó que mi carne se acomodará con todo su peso sobre la acera), me dio un ligero puntapié, para cerciorarse del efecto mortal de la bala. Luego me dio el tiro de gracia, yo creo que más por costumbre que por dubitaciones de la profesión. Se alejó con pasos rápidos y firmes, las manos hundidas en los bolsillos de su maquinó, y ya no lo volví a ver.



miércoles, 11 de septiembre de 2013

Centro delantero



Foto de Kim Strong, 2012 (Museo de Arte Mexicano, Chicago)

Desperté junto a Leonardo, estábamos desnudos y la cercanía de su cuerpo al mío hizo que los vellos que rodean mi ombligo danzaran como viborillas amaestradas: su brazo descansaba mórbido sobre mi pecho y su rodilla izquierda gravitaba muy cerca de mis testículos. Era una cercanía que acariciaba y estremecía, que me mantenía inmóvil junto a Leonardo, de quien sabía todo lo que me interesaba saber. No era mal amante, aunque cuando el momento oportuno se presentara le daría algunos consejos que con el tiempo me sabría agradecer: la técnica, por muy buena que sea, es susceptible de mejorarse; lo mismo ocurre con el cobro de los tiros libres, pues hay maneras de perfilarse, de patear el balón e incluso de mirar el esférico inmóvil que aguarda el golpe del empeine. La próxima semana jugaremos las semifinales tras una larga temporada; estoy casi seguro que este año sí conseguiremos el ascenso. Desde que Leonardo llegó al equipo nuestra ofensiva ha doblado su productividad y mi vida se ha convertido en un constante estremecimiento.



domingo, 25 de agosto de 2013

"LOS REFLEJOS" de Agustín Abreu Cornelio

Agustín Abreu Cornelio, Los reflejos, Instituto de Cultura de Yucatán, 2009, pp. 74
Comienzo a escribir esta reseña/semblanza/historia-de-un-libro en el aire porque Los reflejos me acompañaron, de forma intermitente, durante este verano. Es en el aire (tumbado en una butaca incómoda de avión), de regreso al lugar que llamo de manera provisional casa, donde he adquirido consciencia de que este verano, mi verano, ha llegado a su fin. Es tentador convertir este amago de reseña en un recuento veraniego, pero con el término de la estación estival las pasadas disciplinas deben recobrar su lugar en mi rutina cotidiana... Qué triste me parece ahora la idea de mi "rutina cotidiana", justo cuando el verano y sus luces y sus caprichos son apenas un reflejo, o reflejos, que atestiguan que la rutina cotidiana tiene más que un solo y enérgico sentido. (Me distraigo en el recuento de las nubes que custodian nuestro vuelo allá abajo, nubes como nenúfares que anuncian un más allá de tierra escuálida; ahora mi distracción es interrumpida por un cúmulo de vapores y ligerezas...)
     ¿Qué pasos seguir al enfrentar la lectura de un poemario? ¿Desde el principio y después lo que nos sugiera la intuición? Los reflejos de Agustín Abreu Cornelio* los he leído de dos maneras distintas: I) Desde la primera página de un solo tirón y II) De forma aleatoria -respetando los capítulos-, sin dejar de prestar atención a la pereza de los días. Tras recorrer estas dos vías, creo que la mejor manera de abordar Los reflejos es montado entre estos dos caminos, es decir, con la paciencia de quien busca una sombra hace tiempo olvidada y con la impaciencia de quien intenta recuperar la paciencia ya perdida.
     No suelo rayar ni escribir en mis libros, y el caso de Los reflejos no ha sido la excepción; sin embargo, en un pedacito de papel, custodiado en silencio por las páginas 32 y 33, hice las siguientes anotaciones:  

(69) "Estiro mi Cordura"
(60) "Prende la luz/tengo la esperanza/de vivir a tu vuelta"
(36) "Tomo tu herencia con todos sus reflejos..."
(35) "Tu nombre está oculto en los ranchos"

La cita de la página 69 me hizo recuperar imágenes, que no visitaba hace varios años, de Oliverio Girondo; hay en la elasticidad de la cordura un hálito, también, Bergsoniano, uno que se aferra a la duración como unidad íntima del tiempo. Sabemos que la duración, incluso la más candente, llegará a su fin, por eso la imagen de "Estiro mi cordura" es una forma de autoayuda y evasión, provisional, de la locura, del instante y sus fuegos de artificio.  
     Pero antes, en la página 60, el instante Bachelardiano irrumpe como un fuego esperanzador. Aquí la abstracción del instante aparece en su forma más pura, en un estado que tiende un puente entre lo instantáneo y la duración bergsoniana: la luz encendida será testigo de quien espera un regreso que inaugure, una vez más, la vida que transcurre en un futuro ya vivido. Esta imagen también devuelve a mis ojos versos de Oliverio Girondo, versos donde la melancolía del eterno retorno llena todo el espacio de nuestra memoria. 


     "Tomo tu herencia con todos sus reflejos" para mí es una letanía maldiciente, incapaz de conjurar la bonanza aparente de la ansiada heredad. Aquí recuerdo, como tantas veces a lo largo de los años, los efímeros y sentenciosos versos de Raúl Parra (poeta guerrerense que murió hace algunos años de una terrible enfermedad cuyo nombre es impronunciable): "Mi padre vive en mí/yo vivo en mi hijo/el infierno se hereda". El verso de Agustín Abreu Cornelio, al menos en mi lectura, complementa aquellos de Raúl Parra: la multiplicidad de la estirpe es una cadena de reflejos que la muerte misma es incapaz de romper o suprimir. Morimos y nacemos para reflejarnos en alguien más, con o sin amor, con o sin afinidades, y el reflejo prevalece y nos hace sobrevivir ante la continuidad irreversible de lo que recibimos al nacer y dejamos tras la muerte.

     Por este motivo, "tu nombre está oculto en los ranchos" resuena con la voz insoslayable de un notario público, voz que señala con parsimonia administrativa el destino de la heredad de los difuntos. Quizás esta es nuestra herencia, ¿la herencia de quién?, ¿de l@s mexican@s?, sugerida y dibujada con detalles en textos de Mariano Azuela, Nellie Campobello, Martín Luis Guzmán, Juan Rulfo, José Revueltas y, reciente y un difunto más también, Daniel Sada. Sí, nuestro nombre está oculto en los ranchos, pero el polvo y la desidia impiden que veamos el rancho, los ranchos... Luego la ciudad también, rancho de ranchos, Rancho con mayúscula, donde la multiplicidad de nuestro nombre está oculto, como un misterio ya incapaz de convocar lo que hay de divino en nuestra vida. El valor, personal, de Los reflejos de Agustín Abreu Cornelio reside precisamente en su capacidad para reflejar ese misterio y divinidad en apariencia perdidos y/u olvidados.


*A Agustín apenas lo conozco, incluso me atrevería a afirmar que no lo conozco, pues durante un breve encuentro en Chapel Hill, cuyo propósito ex profeso era venderle una lavadora (mi pobre metáfora de la universidad), no se puede llegar a conocer a una persona. Lo imaginaba yucateco y salió con que era de Tabasco; lo imaginaba dispuesto a comprarme la lavadora y salió con que ya tenía una. En fin, que a Agustín Abreu Cornelio no lo conozco, apenas un atisbo, unos reflejos que sugieren que Agustín es un tipo apasionado y vanguardista, cariñoso con la palabra, breve porque la brevedad siempre se agradece. Y porque las palabras también tienen el poder de comprometernos y hacernos firmar y dedicarle un libro a un desconocido, cuando Agustín salió de la tienda sin comprarme la lavadora, dejó, como constancia de su paso, una edición de este poemario que ahora me pertenece (esto lo digo con la seguridad del mejor postor). Recibí Los reflejos de mano de Oswaldo Estrada y no volvimos a hablar  (Oswaldo y yo) de aquel aparente comprador de "nuestra" lavadora. Esta nota la he escrito con una sonrisa, tumbado junto a una ventanilla que enmarca un cielo reblandecido por las nubes, con la certeza de que muchas veces es mejor lavar la ropa a mano y de que las ventas nunca han sido mi especialidad...


sábado, 20 de julio de 2013

LUX ET VERITAS: minicrónica de un mendrugo

LUZ Y VERDAD, pareja, para muchos incondicional, que invoca la esencia del progreso intelectual en el ámbito académico y las tradiciones de Occidente. "Lux et Veritas" es el lema de la Universidad de Yale, institución cuyo prestigio nadie pone en duda, pese a estar ubicada en la novoinglesa ciudad de New Haven. Digo que "pese a estar ubicada" porque New Haven forma parte del poco decoroso grupo de las diez ciudades más peligrosas de Estados Unidos. Para el visitante de corta duración, New Haven parece, a primera impresión, una ciudad universitaria tipo Oxford-Disneyland, donde la juventud intelectual e intelectualoide palpita como un corazón de hule relleno de cerveza clara. Basta una mirada, despojada de arrobamiento, para identificar en las calles de New Haven desconchados que sugieren que LUZ Y VERDAD también producen sombra y desconcierto. Indigentes, alcohólicos, desempleados y "pobres" de diferentes calañas pululan en New Haven y se pasean en derredor de los zombis privilegiados de Yale. Hay que ver a los "niños bien", disfrazados como babuinos de cabellera lager, cómo se las arreglan para caminar por encima de los cuerpos embriagados de aquellos a los que "Lux et Veritas" no significa bastión sino injusticia edulcorada, privilegio blanco como la leche... Hace unos minutos he visto a un par de muchachas hurgando en un enorme bote de basura de color blanco en busca de algún comestible. No me asusta el hecho de ver a alguien revolviendo en el vientre de un bote de basura para llevarse un mendrugo a la boca (aunque es algo que debería asustarnos y llenarnos de furia y perplejidad), es sólo que en una ciudad que se congratula a sí misma por su preeminencia intelectual y acádemica, y sus consabidas vituallas políticas y económicas, la presencia de la miseria cobra un sentido casi irrisorio. Me explico. Para los privilegiados de Yale, la trascendencia y la superioridad intelectual reside en aceptar que nuestras sociedades están quebradas y que la indigencia y la explotación laboral es lo más natural de "este" mundo. Es como hubiera dicho Jorge Ibargüengoitia: Sálvese quien pueda y a los que no puedan pues que les den por culo. CARAJO.    






















Estos lugares son bastante transitados y es habitual hallar personas, como se dice en inglés, en "bad shape", y no me refiero sólo a la forma física...

domingo, 30 de junio de 2013

ESTAMPA DE UN LIBRO DE Ondjaki


Novela que, con insidia, como un recuerdo inesquivable, desenreda el cordel, hecho una maraña, que descansa en la tierra después de volar un papalote en un cielo de color corazón-de-iguana. ¿Por qué la memoria puede llegar a usurpar nuestra vida presente con tal intensidad que podemos llegar a desear sólo la memoria? Ocurre como con los sueños y su resaca, como con la intensidad del deseo que nos susurra que un día lo mejor será ya no volver a despertar. Buenos días, camaradas es una poética de la clarividencia: Ondjaki acaricia aquellas pequeñas cosas de la vida que extrañaremos en un tiempo ulterior e hipotético: Ondjaki narra un acontecimiento clave de su infancia, en apariencia anodino, pero en cuyos detalles se encierra lo que el autor sugiere que son los grandes momentos de nuestra vida. Con una prosa que fluye como un río, esta breve novela con seguridad se expandirá en la memoria del lector. Será difícil olvidar Buenos días, camaradas del angoleño Ondjaki. Al menos eso me está ocurriendo, porque siento como si un ouroboros creciera dentro de mí...

viernes, 14 de junio de 2013

HISTORIA DE UN LIBRO DEL loco clínico Luis Marcelino Gómez

Luis Marcelino Gómez. Cuando llegaron los helechos. Caracas: Monte Ávila Editores,  2009,  p.79.


(Manifiesto disperso y sentencioso 
que reseña lo que aspira a ser 
un homenaje disperso y manifiesto)

1. La literatura, o eso que llamamos literatura, no debe permanecer encerrada en un libro, ni siquiera cuando se trata de uno con guardas de papel aterciopelado color azul rey (estaba pensando en un libro publicado por Valdemar…). 

2. Cuando la literatura sale del libro, y encuentra su rincón en nuestras vidas, se debe a que nosotros mismos abrimos la puerta de la jaula y dejamos que el vampiro salga a volar y chuparnos la sangre (estaba pensando en Michel Tournier…).

3. Abro la jaula de Cuando llegaron los helechos: el vampiro maniobra en el aire enrarecido de mi habitación, se acomoda en la moldura de la ventana y me mira con complicidad. Ambos sonreímos. El vampiro abre la boca, muy despacio, y me cuenta que este es un libro con mucha historia, donde la vida adquiere un sentido radical, donde la palabra se hace demasiado pequeña para almacenar los latidos del corazón del autor. Sobre esto meditaremos después, el vampiro y yo, puesto que los latidos del corazón de un autor demandan muchas meditaciones.

4. Sobre el autor. El escribidor. Corrijo: el escritor. Vuelvo a corregir: Esa persona que se sienta frente a un escritorio, acompañado de su tumultuosa soledad, a comentar lo que nosotros llamamos mundo y los dioses castigo. Su nombre: el escritor. ¿Quién es el escritor? Luis Marcelino Gómez, cubano de Ciudad de Holguín, aunque su nombre puede ser éste y otros más. Por ejemplo: L.M.G. Otro ejemplo: Luis M. Gómez. Uno más: el autor de Cuando llegaron los helechos, libro de cuentos publicado por la venezolana y entrañable Monte Ávila Editores…

5. Es un libro de cuentos, como un río, como una raíz profunda que comunica muchos puntos cardinales. Digamos que en estos cuentos el Norte abraza al Sur y el Oeste se funde en el Este. Digamos, también, que se trata de una cartografía donde todos los caminos revelan una pasión: orgía cardinal. Sobre esto también meditaremos después, porque presiento que la pasión es una de las claves para comprender estos cuentos de Luis Marcelino Gómez. (La pasión).

6. Cuentos apasionados, que saltan igual que la vida, es decir, con zancada larga; cuentos de juventud y de madurez, de días y de noches de libertad. Cuentos con una exactitud verbal apasionada, oronda, labial, altiva. Cuentos sin un adjetivo de más. Cuentos calurosos. Cuentos con son y que son música clarividente. Canción de simonia. página 53. “El diablero”: A México, donde vivieron mis bisabuelos maternos con sus hijos. Historia que evoca un origen peninsular y yucateco, mayense, oscuro y circular.

7. “El diablero” vuela alrededor de mi cabeza y susurra bastardillas a la noche, me dice que recuerde, que mi origen tiene también un tentáculo enterrado en la península de Yucatán. Recuerdo: mi chichí (abuela en maya) (madre de mi padre) vino a la Ciudad de México desde Mérida, Yucatán… Hija de española y criollo, la recuerdo como una mujer con sombrero y manos enguantadas; la recuerdo como una sonrisa abierta y una palabra precisa; la recuerdo como la imaginación: recuerdo una noche en que ella y yo estamos sentados frente a la pesada cortina marrón del enorme ventanal de su departamento en el Eje Central: jugamos al “cinito" y comentamos la película entre risas: yo soy un niño de cinco años; ella, mi chichí, una mujer cuyo pasado aún no he logrado descifrar, porque salió de su Mérida para exiliarse en la Ciudad de México y nunca nos habló de la estirpe que dejó atrás. No hablaba maya porque no era maya, pero lo entendía porque su nana le hablaba en esa lengua hermosa y brillante. página 71: En los aniversarios de su petrificación, desde el pueblo y vecindades acuden muchedumbres. Muchedumbres acuden a mi memoria… El vampiro revolotea alrededor de mi cabeza y me chupa gota a gota la nostalgia. Débil, y maravillado, miro la noche a través de la ventana. “El diablero”.

(Historia del libro: Apareció, adentro de un sobre de color amarillo, sobre mi escritorio, en la oficina que comparto en la universidad. Del autor poco sé, salvo que hemos conversado dos o tres veces sobre la pasión que tenemos en común. Luis Marcelino Gómez es un hombre que admiro y de quien he construido una imagen entrañable. Con frecuencia lo he visto caminando en la distancia en el campus de la universidad. Viste como imagino que lo hacen los hombres libres, sin reservas y sin la afectación de la moda impuesta por la llamada academia. Un día lo encontré con una camisa azul de mezclilla; respondió a mi comentario, sobre su camisa, que ese día iba como Neruda… Y su libro un día apareció sobre mi escritorio, porque Luis Marcelino Gómez me lo había prometido. Se trata de un libro ligero, de papel hecho para volar, dedicado al padre del autor: Luis Enrique Gómez Díaz. En la página 62, en la línea 24, hay una enmienda, sobre una tira de papel adhesivo, “Morpho cypris y Papilio antimachus drury”, mariposas…). 

8. Cuando llegaron los helechos ahora es mío, lo sopeso entre mis manos y lo hojeo rítmicamente. Afuera el viento mueve las hojas también rítmicamente. Todo es ritmo, en la creación y en la destrucción… Ritmo, cadencia, así, de la misma manera en que se tuercen los helechos…    


9. Gracias, Luis Marcelino Gómez: