martes, 30 de abril de 2013

Más de “Una lectora"


Quien no comienza es incapaz de afirmar que ha vivido. Muchos dicen que lo más valioso es la tensión que separa el principio del final; que ni el nacimiento ni la muerte tienen la trascendencia de la vida misma. Pero esta es quizá una solución positivista muy afanada en desacreditar a los proclives al romanticismo, que tal vez no dudarían en apuntar hacia las postrimerías como la persuasión total de la existencia humana. Para mí estas son luces demasiado lúgubres, cuyos contornos decimonónicos no dejan de maravillar mis pupilas, pero después de padecer el siglo veinte, la muerte se me aparece como el silogismo más deleznable de todos. La matemática para mí es una variante, aunque débil, de la muerte. Yo, en mi soledad estilo siglo veintiuno, he pasado tardes enteras contando y recontándome la historia de mi propia vida. No importa que esté en la mesita de un café rodeado por unos cuantos amigos, o atrapado en la axila rasurada de un vil demonio callejero, cada vez que me aventuro de adentro hacia afuera, con afán narrativo, lo que sale de mi boca es únicamente para mi consumo. ¿Seré mismófago? ¿O autófago? ¿U ontófago? 

sábado, 20 de abril de 2013

Continuación de “Una lectora"


Terminar es la parte más difícil de la vida. La escritura intenta asemejarse a la vida porque cada palabra, urdida con el maleficio de contar algo, se encamina hacia su propio fin. No es que sea autodestructiva o autoconstructiva. No. En la escritura, como en la vida, quien vive o escribe también se augura para sí mism@ el momento postrer del descanso. Se comienza con la finalidad metafísica de perpetuarse, de tensar la individualidad propia, pero con la consciencia autoinfligida de que una vez terminada la tensión, se llegará al punto neutro de no hacer nada. 

HISTORIA DE UN LIBRO de M. Ana Diz



Sin cazador, los ciervos de M. Ana Diz

Es un poemario de color blanco ahuesado, quizás marfil. Un título evocador, esquivo: Sin cazador, los ciervos, publicado en la Colección Thalassos de la editorial barcelonesa PPU. Conocí a M. Ana Diz sólo durante unos minutos en el Centro Rey Juan Carlos de Nueva York. Me comentó que era bonaerense. También me dijo que le había gustado algo que yo había dicho esa noche, algo como: “Miro una roca y en su inmovilidad hallo el rugido de un león flaco”. La idea de un león flaco siempre me ha llamado la atención. Pienso que su flacura se debe a que su leona le ha dicho que si quiere comer que lo mejor es que salga él mismo a cazar. Ya saben, las leonas salen de cacería y los leones, afamados huevones, se quedan aguardando bajo la sombra de un baobab que les lleven el mejor pedazo de carne hasta la sombra: comen primero, rugen, y no lavan nunca su plato: león: padre de familia: objeto de rebeliones y temores metafísicos. 

Desde el título, el poemario de M. Ana Diz me recuerda a mi león flaco: no hay cazador (o cazadora), así que el león se queda bajo la sombra de su baobab rumiando la decepción enclenque de la realidad; la leona, sin cazar, es un misterio. Los ciervos se aburren en una libertad libre del terror, tan necesario para ellos, que el cazador les infunde. Subversión social y familiar, subversión a cuentagotas, subversión disfrazada de calma y silencio.

M. Ana Diz y yo intercambiamos nuestras direcciones de correo electrónico en Nueva York y unas semanas después recibí de manos del cartero Sin cazador, los ciervos. La autora, bonaerense, vive en Nueva York. Tras comenzar a leer el poemario descubrí que se trataban de poemas profundamente neoyorquinos, como ocurre, aunque de manera velada, en “Si yo fuera otoño”. Aquí el rey de la selva, omnímodo, se multiplica:


“sería leones al acecho
y mis ojos pensarían
en sangre entre los dientes.

Si fuera otoño, yo te pediría,
como Abraham a su hijo, que me hicieras
un guiso rojo de lentejas”.     


La imagen de los “leones al acecho” sugiere la revuelta de las leonas. ¿Qué acechan los leones? ¿El bocado que se llevarán a la boca o la carne rasgada y castigada de las leonas? Pero el león, una vez que cruza el tamiz de la esperanza, se domestica, se pone el mandil, toma la cuchara de madera y se mete a la cocina a preparar un “guiso rojo de lentejas”. El león se convierte en ciervo: siervo. La sangre, empero, no la puede trascender ni quien cocina ni quien manduca. La sangre lo domina todo, desde el carmín que salpica el blanco de los dientes hasta la salsa espesa donde las lentejas nadan en hervoroso solaz. Claro, no hay duda para mí, se trata del atardecer de un otoño neoyorquino observado desde la ventana de una cocina… Atardecer ansioso por diluirse en los vapores de una olla donde un puño de lentejas burbujea bajo la promesa de saciar un hambre bíblica. 

Leones al acecho al pie de los rascacielos de Manhattan o bajo los puentes del metro del Bronx. La idea de un grupo de felinos licenciosos me remite a una novela que leí hace muchos años, publicada por Anagrama, cuyo autor y título he olvidado. El personaje principal era un fotógrafo español de nombre Max, que viajaba a Martinica por un motivo que tampoco recuerdo. Lo que sí recuerdo es algo que aparece en los primeros párrafos de la novela, una imagen: un tigre corriendo por las calles de Roma, fugitivo del zoológico de la capital italiana. Leones en Nueva York. Tigres en Roma. Hervores, lentejas, ciervos sin su cazador y un poemario, impreso en papel de ¿cien gramos? conqueror, que recibí por correo postal. Un poemario cuyas hojas palpo en este momento:


“Una raya en la tierra,
una piedra que diga 
que aquí una vez descansó un cuerpo
y se aquietó una mano” (p. 40)


Pinto mi raya y mientras calibro el peso de Sin cazador, los ciervos, sin dejar de admirar la albura marfileña de su portada, cierro los ojos y dejo que mis dedos se desprendan del teclado y se internen en la inmovilidad vaporosa del recuerdo: las lentejas que mi madre preparaba las tardes frías de otoño... 

  

viernes, 19 de abril de 2013

HISTORIA DE UN LIBRO de Orlando González Esteva


Mi vida con los delfines de Orlando González Esteva


Editado por la editorial independiente mexicana Trilce, en su colección Tristán Lecoq, Mi vida con los delfines es una poética en torno al cultivo de la redondilla. En el huerto de González Esteva crecen versos como ouroboros, semejantes a berenjenas panzonas, con un agudo sentido del humor. Pero además del humor, en las redondillas del poeta cubano también hay una vocación electiva por la sensualidad y la contemplación, que, cuando aparecen juntas o se entremezclan, sugieren una actitud amigablemente voyeurista. Empero, aquí no me interesa reseñar Mi vida con los delfines que, dicho sea de paso, es un texto breve con la capacidad de durar hasta la eternidad silenciosa del lector. Antes de sumergirme en el recuento de la historia personal de este libro, sólo quiero hacer referencia a dos momentos de la poesía de González Esteva: 


1) “Poesía: muñeca rusa” 


2) “El hombre que mira el mar  
y lo mira largamente  
salta el dique de su frente  
y se oye azul respirar…"    


El primer momento pertenece a Mi vida con los delfines y el segundo a Escrito para borrar, libro entrañable de redondillas de lectura obligada sentad@ frente al mar. 

Mi vida con los delfines llegó a mis manos por primera vez a través de mi amigo Daniel González Marín (esteta proclive a la sonrisa y la melancolía, amigo como pocos, siempre inmerso en el cultivo de la amistad). Esto ocurrió hace ya casi diez años, en vísperas de que recomenzara los estudios de licenciatura en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, después de transcurrir tres semestres en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales convencido de que los estudios no eran la camisa de fuerza que mejor me quedaba. En la FCPyS fui alumno de Daniel en su clase Taller de Redacción (ya después, si puedo, haré una relación de aquel curso donde, entre otras cosas, descubrí los ojos verdes de una compañera cuyo nombre no voy a mencionar aquí por decoro y porque en realidad su nombre a estas alturas ya no importa: su nombre dejó de ser la contraseña de mi correo electrónico hace muchos años). 

Hablando, o más bien comentando, sobre los Huesos de sepia de Montale, Daniel, entusiasmado como siempre por los libros que mediaban nuestra amistad, dejó en mis manos, como préstamo arriesgado, su copia de Mi vida con los delfines, firmada y dedicada por el mismo González Esteva. Leí aquellas páginas (tan sólo 72) con lentitud y con el extremo cuidado que entraña arropar la querida edición de un amigo. Cuando al fin devolví a Daniel su libro (en cuya portada aparecen tres delfines siameses, uno de color mamey y los otros de color bermellón), decidí ir a la búsqueda de una copia sólo para mí. Trajiné por todas las librerías del Centro Histórico de la Ciudad de México sin suerte. En la librería del Fonca, en República de Argentina y Donceles, me informaron que el libro estaba agotado y me sugirieron no hacerme ilusiones de una posible segunda edición. Me quedé con las ganas, como quien dice, de obtener mi copia de Mi vida con los delfines. Incluso pasó por mi mente volver a pedirle a Daniel su edición y simplemente no devolverla jamás…

Años después, lejos de las conversaciones con Daniel y del humor chingativo de la Ciudad de México, se presentó mi segunda oportunidad. En la librería Powell’s, que se autodenomina la más grande del mundo, ubicada en el corazón enclenque de Portland, OR, hallé casualmente una edición, impecable, de Mi vida con los delfines. El calibre del hallazgo se puede mesurar mejor si se piensa que los libros en español que se encuentran en Powell’s se reducen a un par de largos estantes que albergan las ediciones usadas que los estudiantes de PSU venden a la librería cuando sus clases de español han terminado. Hay obras de Cervantes, Calderón de la Barca, Quevedo, Isabel Allende, algún que otro Borges, Bolaño, Javier Cercas, libros previsibles que producen muy poca sorpresa en quien busca con el deseo de maravillarse. Así llegó Mi vida con los delfines a mis manos. Ahora lo hojeo, después de tantos años, buscando en sus páginas las palabras finales de esta anécdota. Me detengo: “Claves para triunfar en el cultivo de la redondilla”: 

"27. Conservar, al dormir, la boca abierta, y, a toda costa, la posición fetal”.

Hoy, cuando me vaya a la cama, seguiré este consejo y si los hados son propicios (¿por qué no habrían de serlo?), soñaré con unos ojos verdes persiguiendo el traqueteo incansable del mar...

jueves, 18 de abril de 2013

Explicación que nadie va a leer

He comenzado con este blog para ganar una apuesta. Sin embargo, no puedo negar ni esconder que después de mi primera entrada, un nefasto impulso me ha empujado a perseverar en la escritura y el mantenimiento de este blog. Es un poco como el sexo (no, no se parece ni un poco al sexo), después de la primera entrada uno quiere volver a entrar… Salvo esta licencia, que no es poética, limitaré tanto como pueda mi vocabulario soez y las referencias de mal gusto que tanto me gusta emplear mientras repaso en silencio mis lecciones mal aprendidas de albures mexicanos. Otra cosa: hace poco tiempo, después de tanta resistencia que en realidad a nadie afectó, me he unido a Facebook: una “cosa" rara que también puede ser como el sexo (no, tampoco lo es…), uno entra y ya no quiere salir. Lo del Facebook fue una sugerencia de Israel Pintor, editor de rdeditores, una editorial sevillana donde se publicará la segunda edición de mi librito de microrrelatos (o minificciones) Finales felices. Lo del blog, como ya dije, fue para ganar una apuesta. Cuando ponga el punto final a esta segunda entrada, voy a ir a reclamar el pago a mi deudor. ¿Estás ahí? Bien, pues ahora paga.    

Prólogo a “Una lectora"


Esta historia comienza como todas, es decir, con una persona apoltronada frente a la pantalla exacerbada de lo que los españoles llaman ordenador y el resto del mundo computadora o computador o algo por el estilo. Yo hubiera querido comenzar frente a una Olivetti lettera 32 de color verde chicle, pero mis tiempos son como son y no quieren parecerse a nadie. Yo mismo deseo dejar de ser cuando me miro frente al espejo. ¿Soy o me parezco? Tal y como dicen aquellos que al sentirse aludidos por la mirada de un espectador deciden deshacerse del bochorno de sentirse mirados. Y de esa manera antipática también yo soy. Cuántas veces he respondido a tus miradas con la brutalidad del ensoñado que se dice a sí mismo que su mismidad es distinta. “No soy como nadie más”, me persuado, pero con un par de copas mi fachada se viene abajo y terminó deshecho o hecho nudos en la cama de un hotel de poca monta, debajo de lindas sábanas de humo y la mirada atónita o desvergonzada de quienquiera que me acompaña. En situaciones así tus besos me saben a agua muerta, o quizá sólo los recuerdo como occipitales charcos de agua sin vida porque mi memoria es corrupta y poco imaginativa. En cambio, tus ojos en situaciones así no son líquidos sino tierra bailarina que se disfraza de polvo idéntico al que hace una pelota de futbol cuando rebota en una cancha llanera. Por eso pienso que esta historia comienza como todas, es decir, con el libre designio de hacerse pasar por escritor, pero a medida que las letras se amontonan y la memoria no da para más, lo que fue un noble comienzo termina por diluirse en la coladera de los intereses. Quien comienza también quiere terminar. Y eso mismo es lo que me mantiene dubitativo frente a la lívida pantalla de mi ordenador, mientras imagino que estoy sentado en una banca del Parque del Retiro.